Saborea el coronel su cuarto de hora de gloria, porque se siente vencedor de mil batallas. Montado sobre los caracoleantes lomos del triunfo, arenga, delinea estrategias, señala derroteros, arremete con ferocidad contra sus enemigos y recibe a su paso el cumplido homenaje de sus huestes.

En medio del fragor de la lid, entre los cañonazos verbales que lanza contra aquellos que pelea, el coronel encuentra un instante para su reposo. Acude a su tienda de campaña, se despoja de su traje aún oloroso a victoria y pólvora, se echa sobre el catre y medita en la penumbra.

Todo es silencio a su alrededor. Sus lugartenientes caminan en puntillas, porque conocen la estricta prohibición de hacer el más mínimo ruido que disturbe ese sagrado instante en que su líder ejecuta una de sus más duras faenas: pensar. Necesita calma el coronel para emprender tan dificultosa tarea a la que él no está habituado, formado como ha sido para las cruentas contingencias del combate, para los disparos desde la trinchera, para las escaramuzas circunstanciales que surgen en cualquier instante.

Cruza los brazos por detrás de la cabeza el coronel, para ayudar a sostener el peso de las muchas ideas que se le vienen de súbito, pero se detiene en una, que es la que con mayor persistencia revolotea en su cerebro: su reelección inmediata.

Se ve a sí mismo ungido para un nuevo periodo con el que el pueblo reconocerá sus múltiples ejecutorias, que han cambiado no solo la faz del Estado sino también la de su propia familia, que ahora gravita en las decisiones más trascendentales.

Suspira el coronel al imaginarse perpetuado en el cargo, al que ha aprendido a amar a lo largo del corto trayecto en que lo ha ejercido, haciéndose primero una feroz oposición a sí mismo, combatiendo denodadamente contra su propia sombra, y encontrando, después, contrincantes de carne y hueso, a los cuales antes consultó, mimó y consintió y ahora persigue de manera delirante, con una pasión inédita, que es la que lo mantiene remozado, optimista, revitalizado.

¡Esto es el poder!, musita el coronel entre dientes, al comprobar que las fuerzas que hasta ayer le eran adversas ahora se han reagrupado para situarse a su lado, gracias a la estrategia del toma y daca, que él supo emplear con una astucia exenta de escrúpulos.

Terminado el cuarto de hora de ese feliz encuentro consigo mismo, sale el coronel de su carpa de campaña y es recibido con salvas por sus nuevos aliados, que le cercan: ahora, coronel, hay que hacer esto, le dicen. Y enseguida estotro. Y hay que decir esto. Y darnos esto, esto y esto.

Entonces el coronel, montado como está sobre su triunfo, enceguecido por la pirotecnia que revienta como fuego fatuo, que desvía la atención y que marea, apostrofa según los dictados de los otros, creyéndose vencedor, sin saber que está vencido. Que fue derrotado por quienes lo rodean y solo estarán a su lado hasta alcanzar lo que se proponen, aunque el coronel, estando maniatado, siga convencido que es el jefe, el más sagaz de todos los que han luchado en estas guerras de intereses bastardos y que, por tanto, no solo merece una sino muchas reelecciones.