No voy a decir ahora que este escrúpulo pudibundo me parece más inmoralmente atroz que la falta de escrúpulos de rematar a un herido en el mismo charco de sangre en que yace, pero sí lo considero más repugnantemente revelador de una enfermedad ética contemporánea.

La moral, como esfuerzo por dar un sentido racionalmente motivado a la acción humana, es una cosa no solo respetable sino absolutamente imprescindible. En cambio la moralina, es decir la veneración de convenciones supersticiosas que a menudo distraen de afrontar los verdaderos abusos antihumanos, es algo deleznable. Abundan los ejemplos recientes y algunos sangrantes, en el sentido más literal del término.

Por ejemplo, Faluya. Todo lo ocurrido en el asalto a esa ciudad iraquí ha sido especialmente brutal y siniestro, incluso aplicando los parámetros brutales y siniestros a que nos tiene ya casi acostumbrados la invasión de Iraq. Durante al menos una semana se ha machacado una población, dejando sin agua, sin luz, sin alimentos y en la mayoría de los casos sin viviendas a sus habitantes, para encontrar a un peligroso sublevado que según toda verosimilitud había huido del lugar incluso antes de empezar la operación. O sea, una procesión disparatada de crímenes disfrazados de estrategia militar, tan mediocremente eficaz para traer democracia al país como el resto de lo que viene haciendo Estados Unidos en la zona.

Para colmo, se ha hecho pública la filmación de un marine rematando fríamente a un herido en una casa semidestruida por el ataque devastador del mayor ejército del mundo. Vivimos en un tiempo en el que siempre hay alguien filmándolo todo, sea bueno o malo: la cámara es ya el nuevo avatar del ojo de Dios que localizaba a Caín por mucho que se escondiera. En ese terrible testimonio vemos al supuesto herido haciéndose el muerto –no debía estar demasiado lejos de esa condición– y al marine que distingue algún movimiento revelador, se pone a gritar y dispara contra el enemigo caído y desarmado. La grabación recoge su voz: dice algo así como “¡ese no está jodidamente muerto!”. Y dispara. Dispara mientras los demás miembros de la patrulla no le dan demasiada importancia a lo que ocurre y van y vienen a lo suyo. Dispara hasta estar seguro de que lo ha liquidado jodidamente bien.

Hasta aquí todo es aciago y horroroso, pero falta por revelarles un detalle que lo convierte en miserablemente risible por culpa de la moralina. El video ha sido censurado por alguna autoridad norteamericana competente, fuese militar o periodística: no han suprimido ninguna imagen (aunque después las cadenas de televisión norteamericanas no hayan presentado en la mayoría de las ocasiones más que una pequeña parte de la grabación) pero en la banda sonora han ocultado –cubriéndolo con un pitido– el adverbio que profiere el marine asesino: “jodidamente”. No voy a decir ahora que este escrúpulo pudibundo me parece más inmoralmente atroz que la falta de escrúpulos de rematar a un herido en el mismo charco de sangre en que yace pero sí lo considero más repugnantemente revelador de una enfermedad ética contemporánea que podríamos denominar a falta de mejor calificativo “imbecilidad de la moralina”.

Y me pregunto: ¿qué piensa el censor que suprime el exabrupto, como si una palabra de mal tono pudiera ser más ofensiva para cualquier sensibilidad adulta –¡o infantil!– que la impiedad suprema del combatiente que niega al adversario herido la piedad más elemental? ¿Cree acaso salvar su alma impidiendo que el espectador, mientras contempla la secuencia abominable del asesinato, pueda concebir a la vez malos pensamientos, pensamientos impuros e indecentes, al oír la expresión “jodidamente”? ¡Ah, qué cosa tan sucia e inmoral! “Joder”, “follar”, gozar de placeres indebidos ligados al sexo, desafiar la respetabilidad pudorosa de los que nunca violan el sexto mandamiento aunque justifiquen por razones de Estado todas las transgresiones contra el quinto... Para el censor de ese video, es más impío verter gozosamente el propio semen que derramar dolorosa y sangrientamente la sangre de otro. Sin duda el censor considera que incluso en el más crudo de los espectáculos hay que guardar las buenas maneras y no proferir o dejar escuchar palabrotas: pero probablemente no considera de igual trascendencia la norma de que incluso en el peor de los combates la humanidad exige respetar a los heridos por muy enemigos nuestros que sean...

Y en eso consiste precisamente la moralina: en el encubrimiento del verdadero problema moral por la superstición del prejuicio gazmoño. Ocultemos el taco y busquemos alguna explicación plausible para el crimen... Se me vienen a la memoria algunas de las cosas que hemos leído sobre el triste caso de Jokin, el muchacho de Fuenterrabía que acabó suicidándose para no sufrir más el hostigamiento de sus compañeros de colegio. Por lo visto, todo comenzó cuando –durante una excursión– los profesores descubrieron que los alumnos estaban fumando un porro. De una serie de malentendidos a partir de esa denuncia parece que vinieron luego los abusos de la miserable jauría humana que terminó empujando a Jokin a la muerte. A mí lo que más me impresiona es que los mismos profesores que no se dieron cuenta –según dicen– del hostigamiento a Jokin descubriesen y denunciaran enseguida ese porro clandestino: ¡cuánta vigilancia para lo trivial y cuánta negligencia para lo que de veras importa, para lo auténticamente inmoral! Y sin duda eso vale también para quienes en las pasadas elecciones norteamericanas votaron a Bush influidos por su veneración a ciertos “valores morales”, entre los cuales debe figurar por lo visto el dar más importancia a una palabra malsonante que a bombardeos y torturas. Pero supongo que tal es la función que viene a cumplir en nuestras sociedades organizadas para la hipocresía bienpensante la moralina: sustituir lo esencial por lo accesorio, tapar con buenas maneras los grandes abusos y dejar bien jodido al impulso ético que se cuestiona por los mejores usos de nuestra libertad.

© El País, S. L.