Recuerdo a Glenda. Era una chica alegre, dulce, juguetona. Reidora, con esa risa desprevenida y ligera de la adolescencia que no prevé el infortunio ni los azotes del destino. Su uniforme del Dolores Sucre siempre nos inspiraba respeto a las compañeras de aula, porque las alas almidonadas que lo caracterizan, siempre las llevaba planchadas, erguidas, “con el espíritu en alto”, según las profesoras, en contraposición a las mías, semicaídas y algo arrugadas; porque muchas huíamos del mote de “morocheras”, con que pretendían burlarse algunos de las peculiaridades del uniforme. Recuerdo que Glenda no tenía muchas pretensiones para el futuro, pero había una clara, una que no admitía réplica, deseaba ser madre. En el futuro quizá no habría muchas riquezas, decía, pero un hijo o dos sí. Era raro porque en aquel tiempo todas soñábamos ser las mejores profesionales del mundo, pero Glenda callaba, ella quería ser madre. Y lo fue, tuvo tres hermosos hijos.

Problemas hubo, pero no importa, decía ella, tengo a mis hijos. Y con sus hijos y su trabajo era feliz. La vida de ella tenía un sentido, un significado. Su rostro redondeado de ojos rasgados y labios carnosos respiraba feliz cada vez que hablaba de alguna travesura de sus vástagos. Sobre todo del mayor, Sergio José, “es tan inteligente”, me decía, con ese íntimo orgullo con que los padres hablan de los dones de sus hijos. Él había pasado con buenas calificaciones del Colegio San José y ahora estudiaba ingeniería en la Espol.
Un día, sin más ni más, se le detectó una leucemia fulminante. Antes había sido un chico normal, leía; pero de pronto su vida corría peligro. La casa de Glenda se desequilibró como un terremoto, y más ella que veía que su niño decaía día a día. Ojeras, lágrimas, ruegos profundos a Dios, internamiento en clínicas, viaje a los Estados Unidos, todo eso y más, nada importaba, solo su vida. Si pudiera darle la mía se la daría, confesaba Glenda. Los días pasaban y su corazón se rompía viendo sufrir a su hijo de veinte años, al que ella llamaba bebé, porque para una madre los hijos nunca crecen. De pronto: ¡una esperanza! España, el Hospital Vall d’Hebrón de Barcelona, quizá un tratamiento especial, quizá un trasplante de médula, no sé, la medicina allá está tan especializada, piensa Glenda y corre, salvando todo obstáculo, desafiando todo impedimento legal, con su hijo a dicho hospital en donde es internado el 2 de octubre del presente año.

Pero dada la gravedad de la situación, la salud de Sergio se ha ido deteriorando. También el espíritu de Glenda que sola y lejos del país ve cómo la vida de su hijo se agota cada día.
A veces, dice ella, sentada en un café, abrumada por el cansancio, ve pasar, como una estela, a muchachos jóvenes y alegres y piensa en su hijo, por qué a Sergio, por qué, se pregunta en la desazón de su alma y llora hasta quedarse dormida. Ahora que los médicos le han exigido tomar una decisión: ponerle una descarga de quimioterapia que podría serle fatal por su estado de salud o llevárselo a esperar el final, necesita de la decisión y ayuda del padre de su hijo a quien éste, desesperadamente, reclama. Al padre, según refiere Glenda Aguas, se le ha negado la visa por haber sido ilegal alguna vez. Y es la llamada de ella llorando desde Barcelona la que ha impulsado este artículo para solicitarle al Embajador de España en Ecuador, Juan María Alzina de Aguilar, le otorgue una Visa Humanitaria al padre de Sergio José.