Si se tratara de saber quién o qué jodió al país, como pretende el grupo Ruptura de los veinticinco, la respuesta podría ir desde las personas de carne y hueso hasta las instituciones más abstractas. La cultura política o la idiosincrasia, por un lado, las normas y los procedimientos, por el otro lado. Hay quienes se inclinan a pensar que nada o muy poco se puede hacer porque los problemas están en el carácter y en la manera de ser de los ecuatorianos. Hay otros que, por el contrario, alimentan la esperanza de que las soluciones puedan producirse por cambios en las leyes, en las instituciones y en los procedimientos. El Ministro de Gobierno parece inscribirse en este último grupo, el de los optimistas que ven las luces del futuro en la reforma política.

Suponiendo que fuera así, y que no se trata de un contagio de efecto inmediato de la enfermedad presidencial que se manifestó desde la campaña –cuando la ingenuidad hacía depender la gobernabilidad del número de diputados–, habría que tomarla en serio. Pero, precisamente para tomarla en serio hay que esperar a que el locuaz ministro entregue propuestas claras y serenamente decantadas, porque lo que ha dicho hasta el momento no son sino palabras al vuelo que, en el mejor de los casos, añadirían más parches al retaceado entramado institucional ecuatoriano.

Si no se va hacia una reforma integral en la que todas sus partes tengan coherencia, solamente servirá para introducir nuevos problemas junto a los que ya existen. Instaurar el cargo de un primer ministro, propio del régimen parlamentario, en el hiperpresidencialismo actualmente vigente equivaldría a colocar un fusible de recambio inmediato que no serviría para evitar los cortocircuitos permanentes sino que los produciría. Una medida de esa naturaleza no es tan simple como crear un puesto burocrático. Requiere de la redefinición de las relaciones legislativo-ejecutivo; exige un nuevo tipo de órgano legislativo (el paso del Congreso al Parlamento) y no necesariamente la reducción del número de sus integrantes; demanda un nuevo sistema electoral; hace necesaria la reforma de las condiciones de representación (comenzando por el régimen de partidos, llegando hasta la limitación de la participación de los independientes); en fin, muchas más cosas que las que se pueden decir entusiastamente en una entrevista en televisión.

Pero hay un problema de carácter más práctico que puede hacer naufragar todas las buenas intenciones. Aunque circunstancialmente se haya armado una mayoría legislativa, hay que recordar que este es el Gobierno más débil de los últimos veinticinco años. Ganó la primera vuelta con votación exigua, tiene un partido raquítico y un bloque parlamentario casi inexistente, sus integrantes no tienen experiencia política, sus principales cuadros fueron derrotados en las últimas elecciones, no cuenta con ideología definida ni tiene apoyo sólido y estable de grupos sociales y económicos. No son las mejores condiciones para liderar un proceso de reforma. Haría bien el ministro en escuchar a la sabiduría popular que aconseja no estirar las piernas más allá del largo de las sábanas.