El mundo se crea o se destruye, se inicia o se acaba todos los días, de forma simultánea, bajo nuestra estricta voluntad.

Caen las Torres Gemelas y el mundo se acaba. Olemos el humo del café y con ese perfume tan leve el mundo se construye de nuevo. Un soldado americano ametralla a un herido por la espalda en Iraq y el mundo se vuelve a derrumbar. Una madre empuja el columpio de su hijo en el parque y con ese balanceo la historia comienza desde el principio. El intrépido José María Aznar habla inglés en la universidad de Georgetown y Shakespeare sale huyendo de la tumba. Los dedos sonrosados de un niño teclean un ordenador y en el paraíso todos los diccionarios se recomponen.
El mundo se crea o se destruye, se inicia o se acaba todos los días, de forma simultánea, bajo nuestra estricta voluntad.

De madrugada en la radio la voz de un predicador feroz proclama profundas desgracias. Salgo a la calle y en el autobús veo a una adolescente leyendo un libro de poemas. En el quiosco los terribles titulares de periódico anuncian la ruina de la vida pública, pero compro una barra de pan y al llevarla junto con el diario bajo el brazo los crímenes y miserias políticas comienzan a oler a tahona.

Ayer fui a la exposición del Prado. Mientras contemplaba el retrato de madame Stein, de Picasso, decidí por mi cuenta que la creación del universo se había iniciado a principios del siglo XX, en París, cuando esa señora judía cedió su rostro al artista para que inaugurara el cubismo. Por un momento imaginé que todas las galaxias giraban alrededor de ese cuadro. Al salir del museo tuve que atravesar un túnel bajo el asfalto donde un mendigo tocaba con la flauta un tema de Cole Porter y las estrellas seguían girando en torno a la manta costrosa, a la botella de vino y al perro sarnoso que el flautista tenía a los pies.

Fuera del túnel aquella melodía me evocó la época de entreguerras y sobre hojas del otoño yo era un ser inmensamente rico dedicado solo al coleccionismo y a la filantropía; llevaba calcetines de rombos, zapatos de lonilla, pantalones de pliegues y conducía un Hispano Suiza con dos trompetas plateadas en el guardabarros. Pensé que la historia de la humanidad se había detenido para siempre en aquel momento feliz, pero me dio por entrar en un bar y entonces me vi derruido en un espejo de la barra devorando un bocadillo de sardinas bajo un pestilente olor a aceitajo mientras en el televisor pasaban imágenes de la destrucción masiva de la ciudad de Faluja donde los perros se alimentaban de los cadáveres abandonados pero al volver del infierno quedaba todavía una rosa de noviembre en el jardín.

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