Con el Adviento que comienza este domingo, nos concede nuestro Dios una potente gracia. Nos concede su Espíritu de Amor, con más tenacidad si cabe, para acoger a Jesucristo hoy y ahora. O si a usted le gusta más, para acogerlo “ahora” y acogerlo “ahorita”.

Desde hoy hasta la Navidad, si Dios nos lo concede, viviremos un tiempo que se califica, en el lenguaje litúrgico de siempre, como “tiempo fuerte”. Fuerte en la gracia de Dios, fuerte en los textos de la Santa Misa, y fuerte en el trabajo de los sacerdotes.

Los que acudan a su templo parroquial este domingo, encontrarán al sacerdote revestido de morados ornamentos. El altar, sin las flores propias de una fiesta. Las plegarias ordinarias de la Misa, sin el azúcar del Gloria. Y el coro de cantores, dentro de sus posibilidades musicales, intentando pregonar que Jesucristo ha de venir muy pronto.

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Se trata de una múltiple venida: la que ocurrió cuando Jesús nació en Belén; la que sucederá cuando regrese a establecer su Reino en plenitud; la que acontecerá cuando se acabe nuestra vida en esta tierra; y la que misteriosamente, con abajamiento incomprensible, tendrá lugar sobre el altar.

Pongamos nuestros ojos hoy en la cuarta de estas próximas venidas. La venida en que Jesús, según dice San Juan, nos muestra la grandeza de su Amor “hasta el extremo”. En la venida de Jesús cuando nos da su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en la Sagrada Eucaristía.

Cuando Jesús se hace presente en el altar, se humilla más que nunca. La locura de su humillación en el pesebre, la de pasar inadvertido en Nazaret por más de treinta años, y la de dar su vida “ajusticiado” como malhechor en el calvario, son menos increíbles que la de quedarse en el Sagrario, con tal de enamorarnos, disfrazado de alimento y de bebida.

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Es tan grande esta locura de Jesús, que nuestro entendimiento, si se encierra en el estuche de la racionalidad, se hace incapaz de admitirla. Solamente iluminada por la fe, la razón alcanza alguna luz sobre la lógica divina de la Eucaristía.

De este modo este misterio de presencia –el de la loca presencia real, verdadera y sustancial de Jesucristo en el augusto sacramento– se convierte, según nos dice el Papa, “en lo que más pone a prueba nuestra fe”. Porque se trata de aferrar algo que se sitúa mucho más allá del puro simbolismo. Se trata de aceptar que “ante la Eucaristía –repite el Santo Padre– estamos ante Cristo mismo”.

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Considerar que en la Sagrada Eucaristía se encuentra Jesucristo todo entero, nos llevará a vivir mejor el tiempo fuerte del Adviento, a desear ardientemente recibirle en la Sagrada Comunión, y a prepararle nuestro corazón con una buena confesión sacramental.