Cesare Zavattini, el célebre guionista del neorrealismo italiano, definió el eje de su trabajo creativo de la siguiente manera: “Hay que poner la cámara en la calle, o en un cuarto, para observarlo todo con una paciencia irascible, educándonos para advertir y contemplar las más pequeñas acciones de los que nos rodean, desechando trucajes y maniqueísmos”. Cuando vemos lo que él logró en Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, en italiano originalmente es ladrones), el primer impacto se da cuando descubrimos en cada secuencia la imperecedera fuerza de los realizadores italianos de la posguerra. La película estará a la venta mañana en DVD en la colección de Grandes Joyas del Cine de Diario EL UNIVERSO.

El director de esta obra maestra, que obtuvo el primer premio Oscar a una película extranjera, fue Vittorio De Sica, que en 1948 y después de Betuneros –otra de las grandes del neorrealismo– afianzó la introducción en el cine de una posición moral única frente a los terribles males de una sociedad italiana sumergida en el desempleo y la pobreza. Es de vital relevancia hoy observar este enfoque en películas realizadas hace más de medio siglo y compararlas con el desaforado hiperrealismo de mucho de lo que se ve ahora, incluyendo en la canasta a nuestro propio cine nacional. Y aquí no les habla un nostálgico. Todo lo contrario: la grandeza incomparable de Ladrón de bicicletas es también una mirada introspectiva dentro de cada uno de sus protagonistas. Así, cada tragedia personal se engancha a los más triviales –aparentemente– sucesos de la vida diaria.

En las veredas romanas, Antonio (Lamberto Maggiorani) es un desempleado más en las largas filas diarias de aquellos “desconocidos de siempre”, cuyo patrimonio mayor es una bicicleta. Él obtiene un nuevo trabajo solo porque ese será su medio de transporte para colocar carteles por toda la ciudad. Su mujer (Lianella Carell) debe empeñar las sábanas de su cama para poder retirar la bicicleta de la casa de empeño. Su pequeño hijo Bruno (Enzo Staiola) lo acompaña en su primera salida. El niño no va a la escuela, sino a trabajar en una gasolinera. Cuando la bicicleta es sustraída, Antonio y su hijo inician una búsqueda interminable en los kafkianos corredores de la burocracia policial y en sórdidas barriadas.

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En la película estamos dentro de la epidermis de Antonio. La desesperada mirada de su hijo y el desesperado reconocimiento de un destino sin esperanzas lo acompaña hasta los incandescentes minutos finales, donde Antonio debe cuestionar sus propios principios éticos. Interpretada por actores no profesionales, la debacle social que plantea Vittorio De Sica adquiere en nuestros días todavía más importancia, porque en el mundo moderno estas incongruencias de la sociedad son el pan de cada día. Los políticos italianos de entonces se burlaban del movimiento neorrealista calificándolo como “el cine de harapos”. Nadie recuerda quiénes eran. Pero Vittorio De Sica y Cesare Zavattini entraron gloriosamente a la historia del cine.