Una leyenda montubia se refiere a un joven de modesto origen, más vivaracho que inteligente, obsesionado por adquirir fortuna. En este empeño se vinculó al cacique del recinto y pronto ganó su confianza. Cobijado bajo su sombra se relacionó con autoridades y otros traficantes de poder. Tomando el nombre del padrino, intervino en contratos, caminos vecinales, canales de riego y se hizo rico, y, al poco tiempo, convertido en figura pública se enriqueció aún más; al punto que, sin ningún recato ni disimulo sobre el origen de su dinero, proclamaba a los cuatro vientos: “¡soy rico, muy rico!”.

Su avidez por el dinero lo indujo a pensar que no era lo suficientemente poderoso ni su posición lo bastante influyente. Dio la espalda al padrino y para satisfacer sus apetencias decidió vender su cuerpo y alma al diablo; invocó al Patica, Satán, Candinga, Pedro Botero, Diantre, etcétera, a todos los nombres con que el imaginario social identifica al Ángel de las tinieblas. El maligno lo escuchó, y en un maletín de cuero de víbora con engastes de uñas de rata, le entregó la fortuna que sellaba el pacto. El dinero atesorado alcanzó enorme cifra y creyó estar por encima del bien y del mal. Fiestas, lujos, derroches, bacanales, todo lo practicó y para desvanecer sospechas sobre sus turbias finanzas compró un periódico.

Pasaron los años, y seguro que a su muerte Satanás le pasaría la factura, decidió engañarlo: mató un burro, contrató lloronas, y con lujoso féretro celebró un faraónico funeral. Oficialmente muerto, su mujer  permanecía encerrada mientras él, seguro en su tramoya vestía sus ropas para continuar su vida licenciosa. Finalmente falleció, como no podía morir dos veces, lo vistieron con trajes femeninos y lo pasaron por ella.

Tres hombres llegaron diciendo ser sus cofrades  y plantados frente al ataúd pidieron a los deudos los dejasen solos con el difunto para acondicionarlo en su tránsito al otro mundo. Mientras esperaban, bajo una furiosa tempestad eléctrica, percibieron un penetrante olor mefítico, lastimeros ayes, dientes rechinando y cadenas arrastradas. Alarmados los dolientes, acudieron al extraño ritual y constataron que no solo habían desaparecido los tres morenos, sino también el cuerpo del interfecto. En la tarde siguiente, como no había a quien enterrar llenaron el féretro con piedras, precedidos por faroleros que iluminaban el trayecto partieron al camposanto. Para dar la impresión de que conducían el cuerpo del occiso, y que este empezaba a descomponerse, los cargadores gritaban a voz en cuello: “Adelante con los faroles que el muerto apesta”.

Al inclinar la caja para colocarla en la fosa, las piedras corrieron al extremo; desequilibrados los cargadores cayeron juntos al hueco. Rayos y centellas tronaron, todos se persignaron, las plañideras corearon su llanto y como reguero de pólvora corrió la voz en el pueblo de que los moradores del averno habían recibido con atronadoras salvas el alma recién llegada y premiado al cuerpo con dinero falso, una botella de champaña sin fondo y una bella mujer sin sexo.

Su paso por la vida fue olvidado, pero, a los maestros de escuela sirvió para pontificar ante los niños contra los antivalores.