Me hace mucha gracia cuando escucho a los defensores del Tratado de Libre Comercio, afirmar que los que están en desacuerdo, no presentan otra alternativa.

¿Acaso el Tratado de Libre Comercio es una alternativa? Yo había entendido que era la fuerza del destino, la corriente irreversible de la globalización, la obligación de modernizarnos para no quedarnos atrás (qué preciosa tautología), la proximidad irrenunciable del paraíso, la que nos llevaba al TLC. Y “alternativa” significa la construcción consciente de una opción diferente a otra.

¿Por qué no son más humildes y reconocen que, desde hace ciento cincuenta años, no hemos construido alternativas?

Llevados por la corriente, nos hemos habituado a reaccionar, incómodos, ante los desacuerdos. Y si es cierto que somos especialistas en estar en desacuerdo, somos también inútiles para construir acuerdos.

Existe una perversidad en el modo como los partidarios del TLC encaran el debate: no quieren debatir los contenidos del TLC sino que quieren que los que están en desacuerdo presenten una alternativa.

¿Para qué quieren alternativas, si ellos están convencidos de que el único camino que conduce a la bienaventuranza es el TLC?

¿Acaso hay, en ese pedir alternativas, el burlón convencimiento de que ellos tienen una verdad tan verdadera, algo tan de Perogrullo, que no admite réplica?

Difícilmente puede encontrarse una actitud más equívoca.

La alternativa es discutir con realismo y solidaridad el contenido del TLC, y no presentar otra utopía alternativa. Y debatirlo con transparencia, sin trampas, en igualdad de condiciones de información, con democracia.

Tal vez esta actitud obedece a la desesperación de ciertos ciudadanos por no ser capaces de promover consensos democráticos a partir de los desacuerdos, sino que quieren que se les dé la razón de entrada.

Yo me imagino que a estos compatriotas les ha acabado por deslumbrar aquello del mundo único y globalizado, con un pensamiento único, una verdad única, aunque en el camino ese destino único les acabe revolcando.

El TLC se está convirtiendo en un fabuloso escenario de mentiras. Hace no mucho, le escuché a un funcionario del gobierno norteamericano afirmar que Estados Unidos impulsa el TLC, no porque le convenga comercialmente, sino porque así nos ayudará a evitar que seamos un país perdedor, porque la derrota es el caldo de cultivo del terrorismo.

El lenguaje nos está pervirtiendo.

Sobre el lenguaje, por ejemplo, se construye ese desfiladero por el que marcha el mundo, subido a una sola y jabonosa palabra: terrorismo. Ya le leí al ministro de Defensa de Colombia afirmar que los guerrilleros ya no son “guerrilleros”; ya no son tampoco “narcoguerrilleros”; ahora son “narcoterroristas”.

La realidad política no ha cambiado, lo que ha cambiado es el lenguaje del poder buscando forzar la realidad. Y este cándido ministro se va a tropezar con su propia lengua, pues el adjetivo de “narcoterroristas” archiva definitivamente la solución pacífica en Colombia... simplemente porque los Estados Unidos no aceptan el diálogo con terroristas.

Allí está el peligro de andar sumándose, sin más ni más, al “pensamiento único”.