Pienso que fui cerdo en una vida anterior. Los caprichos del evolucionismo me convirtieron luego en ser humano. Un buen día volví a la Tierra dotado de alma y regular inteligencia.
Solo así puedo explicar aquella afición mía hacia los marranos. Una vez compré en un rincón de Guayaquil una hembrita adorable cuyo tamaño no excedía el de una gata. Limpia, absolutamente culta, me seguía por toda la casa, me adoptó, en fin, como padre o profesor. A los pocos meses adquirió el porte de un camión y tuve que mandarla a jubilarse en una hacienda donde murió de vejez, pues nadie se atrevió a matarla. Supe que luego había procreado de un modo casi indecente con total desparpajo una cantidad enorme de vástagos, lo que me convenció de que supo juntar su natural sensualidad con un fino sentido del humor.

Hoy tengo el insigne honor de llevar en el corazón una válvula aórtica gentilmente cedida por un cerdito particularmente preparado. Sabía que aquel animal era recuperable en su totalidad. No hay nada que de su carne no se pueda comer. Mi amigo Jorge Llanos, graduado en cerdología trascendental, me dio una sabia conferencia acerca de los tipos de jamones que se pueden saborear en el mundo. Desde la lengua hasta el rabo, el chancho es una muestra magistral de gastronomía: salchicha, morcilla, fritada, pernil, cueritos reventados, patés de mil tipos corroboran el hecho.

Mi válvula cerdil funciona de maravilla, aun cuando, durante la operación, el puerquito pareció manifestar cierta aprensión en ceder una de sus partes a un ser humano. El cirujano encontró muchas dificultades para que el cuadrúpedo de marras aceptase doblegar su legítimo orgullo de animal inofensivo. Al integrarse por fin a mi anatomía, tuvo que cargar con Iraq, el terrorismo, la muerte de Arafat, la Inquisición, el Holocausto, los atentados múltiples, la violencia incontrolable y tantas guerras espantosas que pudo hallar al consultar mi memoria. Sintió nostalgia por su condición anterior. Pensó que la condición humana no era muy digna de envidia.

Hay en cada ser humano un puerquito dormido: es talvez la zona más noble de su personalidad. Por desgracia, los sentimientos más viles pertenecen a la parte del Homo sapiens. Omnívoro, sin mayor prejuicio, dotado de una pinta simpática, hocico evocador de un enchufe eléctrico, rabo en forma de sacacorcho, entrega a la medicina, a la cirugía, muchos de sus órganos. Pintores como Brueghel y Jerónimo Bosch (El Bosco) le dieron sus cartas de nobleza. Bosch llegó incluso a disfrazar uno de monja en su Jardín de las Delicias, lo que nos hace recapacitar acerca del misticismo latente del vilipendiado puerquito.

Sigo pensando, al leer las noticias cruentas de cada día, que no habría tantas guerras ni violencia en la Tierra si Noé hubiese embarcado en su arca solamente a la especie cerdil. De ninguna manera debería sonar insultante el calificativo de “cerdo”, aplicado tan a menudo a los humanos. Talvez algún día un homínido tendrá que entregar una de sus válvulas para salvar la vida de un chancho. Habrá entonces menos porquería en el planeta.