Llegará pronto un día en que seamos filmados en todas partes y constantemente. Y si yo hubiera estado aquí besándome con una mujer distinta de la mía, eso habría quedado registrado, qué espanto. Pero esto es algo por lo que ya nadie protesta.

Había llegado con tiempo a la estación de Francfort (Alemania), así que entré en la tienda de prensa para comprar El País y leerlo durante el trayecto a Düsseldorf.

Me había quedado perplejo la noche anterior al enterarme de que la empleada de la editorial alemana que iba a acompañarme, de hecho no me iba a acompañar, o solo desde el andén de Düsseldorf, ya que, aunque en el mismo tren, yo viajaba en primera y a ella sus jefes se habían dignado sacarle solo billete de segunda.

Vaya ahorro, pensaba: si hubiera sido el Transiberiano, todavía podría entenderse (poco), pero para un recorrido de una hora y cuarenta minutos lo que podían haberse ahorrado es la mezquindad.

Y, mientras compraba el diario, cavilaba sin ningún ahínco sobre dos cuestiones: a) ¿por qué los editores (con alguna rarísima excepción) son un gremio universalmente tacaño?; y b) debe de ser verdad eso de que los muy ricos (mi editorial alemana tiene desde hace décadas en exclusiva El Señor de los Anillos para Alemania, Austria y Suiza) lo son no tanto por lo mucho que poseen y ganan cuanto por lo poquísimo que gastan.

Pese a mis ociosas cavilaciones, estuve lo bastante atento a mi compra como para, tras oír el precio (dos euros con algo, pongamos 2,05), y comprobar que no llevaba billetes de menos de 20, darle al cajero, además de uno de estos, una moneda de 20 céntimos para facilitarle el cambio. Era uno de esos tipos con un ojo estable y el otro disparado hacia el techo o hacia la extrema derecha, hacia el norte o el este, no sé bien, porque en esos casos uno nunca logra decidir a cuál de los ojos mirar, ni siquiera cuál es el recto.

Me devolvió las monedas hasta cinco euros, y entonces se produjo ese embarazoso momento en el que el cliente aún aguarda y el vendedor te insta con la mirada (aquí fue el ademán) a que te quites de en medio y te largues ya. Adiós, pensé: va a ser uno de esos listos (muchos entre los taxistas madrileños) que devuelven solo parte del cambio a ver si se le pasa a uno el resto, y que luego, si no es así, fingen despiste, “Huy, sí”. Traté de hacerme entender en inglés: “No me ha dado usted los billetes”. “Sí se los he dado”, contestó él, “uno de 5 y otro de 10”. “No”, respondí, “eso es justamente lo que no. Vea, no llevo ninguno de 5 ni de 10”, y saqué del bolsillo el conjunto de mis billetes.

Yo estaba seguro, pero él también o era muy terco. Así que la discusión siguió, repetitiva, hasta que él se dirigió en alemán a una compañera que en seguida me puso cara de malhumor al oír que lo que el individuo bifocal le ordenaba era que ocupara su puesto mientras él (me lo comunicó a mí en inglés con expresión doblemente triunfal) iba a “comprobar en el video” lo sucedido. Y desapareció tienda adentro, dejándome bajo vigilancia enconada y con mi maletón.

Así que hay un video, pensé: también aquí, donde venden la prensa. No es ya solo en los aeropuertos y en los bancos y en los edificios oficiales o de empresas acaudaladas, y en los grandes almacenes y los supermercados y los centros comerciales, en los museos y a la entrada de importantes hoteles, en las estaciones mismas de ferrocarril (vías y andenes) y en algunos largos pasillos del metro... También en una tienda de modesto tamaño, por mucho que esté dentro de una estación.

Llegará pronto un día en que seamos filmados en todas partes y constantemente. Y si yo hubiera estado aquí besándome con una mujer distinta de la mía (claro que no tengo mujer), eso habría quedado registrado, qué espanto. Pero esto es algo por lo que ya nadie protesta.

Con el argumento de que es todo por nuestro bien y nuestra seguridad (a veces el argumento es cierto, no lo niego; pero no siempre, en absoluto), somos sin cesar espiados y vigilados, es decir, controlados, y para casi cualquier actividad tenemos testigos, y no solo oculares, sino filmadores.

No falta mucho, sin duda, para que, por nuestra supuesta seguridad, se instalen cámaras en nuestras casas y carezcamos enteramente de vida privada y de intimidad, y sobre todo de secretos, tan importantes en la vida de todos, aunque sean inocuos e ingenuos.

Se sabrá todo sobre nosotros, sin que además lo podamos negar: “Vea, aquí está el video que prueba que fue usted al cuarto de baño a las 17h42”. Y quizá nadie se oponga porque en el fondo gusta ser observado, es una manera de concederle a uno importancia, y la posibilidad casa bien con el exhibicionismo generalizado de esta época...

Al cabo de bastante rato (menos mal que iba con tiempo), el hombre del ojo oblicuo me sacó de mis inútiles cavilaciones: “Tenía razón, no le había dado los billetes”, me dijo sin disculparse. Los cogí y me fui, mascullando algo. Seguro que él pensó que lo maldecía en mi lengua, pero no era así, o al menos mi pensamiento decía: “Habría perdido con gusto los quince euros con tal de que no me filmaran”. Debo de ser casi el único en pensar todavía así.

© El País, S. L.