Como a cualquier reunión mundial que se respeta, al Congreso Internacional de la Lengua Española le ha aparecido una conferencia alternativa dirigida a reivindicar los idiomas nativos de América Latina. Los organizadores, con un premio Nobel de la paz a la cabeza, sostienen que se trata no solamente del derecho a utilizar el idioma propio, sino que además hay un problema de injusticia social. Argumentan que quienes no tienen como lengua materna al español, se encuentran en inferioridad de condiciones cuando deben realizar trámites públicos, cuando efectúan transacciones comerciales y sobre todo cuando acuden a las instancias judiciales. La barrera que cierra la comunicación se transforma en un elemento objetivo, casi palpable, de limitación de sus posibilidades de desarrollo. Mucho más si se considera que esa barrera no es simplemente la que existe entre dos grupos de personas que utilizan lenguas diferentes, sino que está cargada de connotaciones valorativas que asignan signos negativos a esos otros idiomas. Desde que hablar en cristiano se convirtió en sinónimo de utilizar el español, se dictó la condena para esos otros idiomas.

De manera coincidencial, en el mismo momento en que se discutía en Rosario, Argentina, sobre estos temas, un debate político en torno a cuestiones lingüísticas encendía las pasiones en España. La versión de la Constitución europea en valenciano ha puesto sobre la mesa precisamente el tema de los derechos asociados al uso del idioma y la vigencia de las lenguas minoritarias. Valencianos y catalanes se enfrentan por el reconocimiento del valenciano como lengua diferente al catalán. En realidad, esa es la manifestación externa de un asunto que roza temas de fondo como las identidades construidas sobre raíces históricas profundas. Si se piensa que el Estado español es una forma de federalismo constituido por comunidades autónomas que se diferencian fundamentalmente en el aspecto lingüístico, se puede comprender la importancia que tiene el idioma en la vida política no solo de una región sino del país en su conjunto. Aceptar o no la autonomía de una lengua es el acto que abre paso al reconocimiento de la autonomía política.

No fue fácil ni unilineal la historia de este reconocimiento en España. El idioma fue uno de los factores fundamentales en la formación del Estado, materializada a partir de la unión de los reinos de Castilla y Aragón. Muchos años debieron pasar y muchos enfrentamientos debieron ocurrir hasta que el castellano llegara a ser sinónimo del español. Pero, paradójicamente, esto se pudo lograr solamente cuando se estableció el derecho a la utilización plena de las otras lenguas. Las formas de imposición autoritaria, al estilo de la larga noche del franquismo, fracasaron rotundamente.

Una mirada desde Rosario al proceso español podría arrojar útiles enseñanzas para América Latina. Este, sin ser monolingüe, puede preciarse de ser el continente con mayor homogeneidad lingüística del mundo, lo que es un excelente punto de partida para emprender en cualquier política de apertura a su rica diversidad idiomática. Contar con un idioma común, como lo demuestra España, puede facilitar la unidad en la diversidad.