Las exposiciones del Señor de Sipán, venida del Perú, y de un numeroso conjunto de máscaras en el local de Itchimbía y en las galerías del Banco Central del Ecuador, respectivamente, nos remiten a la vez a la historia, la antropología, la sociología y por supuesto al arte.

Ambas exposiciones tienen un punto en común, entre otros: hablan de un pasado prehispánico vinculado con las antiguas culturas de esta parte de América, de una historia en consecuencia, y de los ritos, hitos en este caso, que perpetúan la historia de esos pueblos.

Las múltiples manifestaciones de expresión de los pueblos antiguos son sorprendentemente ricas y cuantiosas en variedad y significaciones, aunque con tardanzas descubiertas y estudiadas. Constituyen el legado de esos pueblos, pero fueron prácticas cotidianas o hechos ceremoniales de los que nos queda alguna memoria, no siempre clara, pero en muchos casos decisiva para comprender cómo fueron, qué pensaron, qué sentidos otorgaron a la vida y la muerte por ejemplo, al mundo, la naturaleza y a ellos mismos.

La riqueza ornamental del entierro del Señor de Sipán habla de muchas cosas y no solo de una, de un sentido de jerarquía en la muerte, como puede percibirse en las prácticas faraónicas del antiguo Egipto, pero también de una ostentación del poder, de la importancia particular de la persona, de su situación social. De ahí la riqueza y hasta complejidad de los atuendos y de los elementos que los completaban, que podrían verse como la inserción de la vida en la muerte antes que como el desafío ostentador de la primera a la segunda, pues esta última consideración sin duda les era ajena.

Particular interés tiene esas coincidencias de rituales y celebraciones entre pueblos de latitudes diferentes, salvo que ellos, muchos de ellos, las desarrollaron para entender algunas inquietudes que aun en este tiempo permanecen oscuras y siguen siendo materia de búsquedas y explicaciones. Difícil es saber hoy si esas apreciaciones confluyen para constituir un todo o si, como en el caso del entierro del Señor de Sipán, pueda ser manifestación de una sola.

La máscara, de su lado, es mágica, sacra, ritual, desveladora y encubridora por igual del alma y no solo del rostro humano. Sin excepción, todos los pueblos de antes le rindieron culto utilizándola en las más diversas instancias y para fines entre sí distintos. Las nuestras, las usadas por los aborígenes de estas tierras, no son una excepción ni una particularidad. Responden a una idiosincrasia propia, a una concepción de vida, a la relación del hombre consigo mismo, con sus dioses tutelares y sus demonios, con la realidad natural de entorno.

En ellas radicó un sentido de vida más allá de lo cotidiano, pues aun las empleadas en fiestas y jolgorios sobrepasaron el sentido natural de ocultamiento para vincular al usuario con lo sobrenatural, pero también con lo ancestral, con la memoria en el tiempo y el espacio, con los miedos y esperanzas de duración, de feliz permanencia que no se reflejaba en el rostro diario.

Las máscaras poseen el especial encanto de hablarnos de muchas cosas que están más allá de lo artístico o lo artesanal. Por eso siguen presentes en la vida contemporánea con un halo de misterio que sin cesar invita a descubrir el rostro oculto o el alma disfrazada. Tiene la virtud suprema de, siendo un disfraz, mostrar una verdad que de otra manera no podríamos mirar cara a cara.