Con frecuencia rechazamos lo que nos resulta distinto a nosotros. Ya por instinto o porque no abandonamos la equivocada creencia de que la cultura predominante es la única válida, aniquilamos con buena o mala intención el modo de vida, la religión y las costumbres de otros a los que vemos distintos.

Casual o deliberadamente no hacemos mucho por frenar a nuestro sesgo colonizador y vamos silenciando la identidad de los demás. Mirándolos mal, marginándolos y en gran escala negándoles su derecho a participar como ciudadanos. Sencillamente porque no los vemos como parte de un “nosotros”. Hacemos eso con gente con otros dioses, con otro color de piel, con otra forma de ver la vida. Y no dudamos que les hacemos un favor si los incorporamos a lo que suponemos es la correcta forma de vivir. Empezamos por imponerles nuestro calendario, los hacemos participar de nuestra Semana Santa y de la Nochebuena, los obligamos a celebrar nuestras fechas reivindicadoras patrias, y hasta le imponemos nuestra moda con tal de deshacernos de su concepto de estética.

Todos los colonizadores, incluso gobiernos denominados democráticos, han intentado imponer determinada lengua, religión o modo de vida. Asumiendo la errada obligación de “convertirlos a la civilización” o por dejarse convocar por la satisfacción perversa que deja el poder en todo tipo de colonización.

Ni las lecciones amargas que nos dejaron la Alemania nazi, Ruanda y el exterminio de más del 90% de la población indígena nos basta para construir una multiculturalidad que nazca desde nuestra actitud cotidiana que alabe la diversidad, hacia la creación de políticas de Estado que sancionen los actos de exclusión socio-política.
Sencillamente parece que no toleramos la diferencia.

Nos resulta difícil compartir el planeta con gente de raza negra, asiáticos, indígenas o quien comparte otra cultura y otros ritos. Los convertimos en los centros de la marginación y el odio. En los últimos años hemos incorporado al grupo de “esos otros” a los inmigrantes.
Mal mirados y como que si fuera gente inferior, lanzamos a la exclusión e incluso al desprecio quién sabe a qué porcentaje de los 175 millones de seres humanos que, según Naciones Unidas, constituye el número de personas que residen fuera de su país de nacimiento.

El reto de los estados es apremiante. Ahora más que nunca, deberán no solo respetar sino propiciar todas las libertades culturales, entendiendo como expresa la ONU, que la diversidad cultural constituye el patrimonio común de la humanidad y debe ser reconocida y consolidada en beneficio de las generaciones presentes y futuras.

Pero el reto de la gente es más urgente. Es preciso que consolidemos nuestra cultura como parte de nuestra identidad, pero entendiendo que para ello no necesitamos hacer añicos a la de los demás. Asegurar íntimamente lo que somos y convertir nuestras mentes en habitaciones abiertas, como dijo Gandhi, “no una casa amurallada por todos lados ni ventanas selladas… yo quiero que las culturas de todo el mundo soplen sobre mi hogar tan libremente como sea posible, pero me niego a ser barrido por ninguna de ellas”.