El juicio al Presidente de la República era un error político, pero eso no le quitaba su carácter democrático, constitucional y legal. Esta fue la primera vez en que se acataron los procedimientos y las normas. No ocurrió así en las ocasiones anteriores en que los tiros apuntaron a Carondelet y sus alrededores. Cuando no se pudo destituir a Dahik con juicio político, fue rápida e inconstitucionalmente acusado por el mismo presidente de la Corte Suprema que después se integró en los folclóricos triunviratos de un viernes de enero. A Bucaram y Rosalía Arteaga se les aplicó el cuento de la incapacidad y del vacío constitucional en medio del más famoso paseo en camioneta de la historia nacional. Para derrocar a Mahuad, algunos coroneles se ampararon en unos ponchos que pronto fueron sustituidos por las guayaberas que ahora los amenazaron.

Esta vez fue diferente. Por ello, el tema central durante los días que duró la euforia no era la constitucionalidad del juicio, sino algo tan pedestre como el número de votos que sumaría cada bando. Claro que el fondo del asunto, ese que hizo que se juntaran moros y cristianos, nunca salió a la luz y quedará para siempre en el cajón de las incógnitas. La pregunta que ya se ha hecho medio mundo gira sobre el repentino cambio de parecer del PSC. La respuesta generalizada ha apuntado a la sospechosa coincidencia con el intento de cobro de deudas por parte de la AGD (hábilmente utilizada por el Gobierno en su campaña publicitaria).
Entonces, la duda queda en los motivos que movieron a los otros partidos, aquellos que veían con buenos ojos el cobro de esas deudas y que incluso habrían festejado una derrota de Febres-Cordero. Ese es el secreto guardado bajo siete llaves y, a menos que se declaren ingenuos de ingenuidad absoluta, es la explicación que le deben al país.

El juicio era absurdo desde cualquier punto de vista. La destitución habría convertido en víctima al personaje que está condenado a desaparecer políticamente después de una intrascendente presidencia. El fracaso del enjuiciamiento le aseguraba un triunfo gratuito, inesperado e inmerecido a un gobierno cuya iniciativa política cabe en la cabeza de un alfiler.
Esto último es lo que ha ocurrido y, como se ha podido ver, las consecuencias irán más allá del mejoramiento de la imagen gubernamental. El error de no haber realizado previamente el cálculo más simple que siempre debe preceder a cualquier acción política ahora se va con toda la fuerza en su contra. Todo esto es razón más que suficiente para exigir explicaciones a unos partidos que tienen la obligación de orientar al país en medio del predominio de la mediocridad.

Dentro de un régimen representativo existe una responsabilidad democrática de los representantes hacia los representados. En coyunturas como la presente, que además ha desembocado en una situación contraria a lo que expresó la ciudadanía en las últimas elecciones, esa respuesta debe ser obligatoria. Los partidos del centro hacia la izquierda deben ofrecer una explicación, no una justificación.