No hay nada más absoluto, que deslumbre como un rayo, que la dignidad. Es como si a las personas que nos arrancan tal nominación se les adjudicara por gracia del destino una invisible medalla. Una medalla que se ve más que el oro y que tiñe su aura de un halo atrayente que inspira respeto, confianza, credibilidad.
Todos hemos conocido, aunque sea por una sola vez en la vida, a una persona digna y siempre es grato y ejemplarizador su recuerdo en el corazón.

He comprobado que la dignidad no tiene nada que ver con el poder, a veces es hasta su enemigo; ni con la riqueza. He visto dignidad en conserjes, en campesinos humildes, en secretarias alegres. Naturalmente que también en gente rica y poderosa, pero lo son menos. La dignidad se mide por la coherencia, por la sujeción a valores y a principios. Por ser una persona que no anda como veleta por el mundo sino que tiene un eje nuclear que la anuda, un compás ético que le marca su ritmo y su camino. Que la ayuda a no andar ciega por la vida y mudando al compás de cualquier música como muda la serpiente de piel.

He comprobado que la dignidad tiene que ver mucho con la conciencia, esa cualidad del intelecto y del espíritu tan venida a menos. Y del decoro, del respeto, de la valoración a sí mismo.
Esa valoración justa que se expresa hasta en el lenguaje corporal del hombre o la mujer dignos, que danza en el señorío del espíritu con que expresa los principios, la coherencia. En la justeza del timbre de voz y las maneras que imprimen rectitud aun en las peores crisis. Y en sus acciones, sobre todo en sus acciones que llevan siempre la mezcla incendiaria del respeto y la tolerancia. En sus palabras que se miden por el peso de sus actos.

La dignidad no tiene nada que ver con ideologías, puede ser de derecha, izquierda, centro, librepensador. No tiene nada que ver con raza, oficio o religión. Tampoco con la educación, aunque ella la impulsa y la fortalece. Es un atributo, una cualidad aprendida en el hogar, que la poseen muy escasos hombres y mujeres; que no se ve pero se siente como se sienten las ondas magnéticas de un imán. Cuando habla una persona digna generalmente se produce silencio y se otorga crédito a sus razones. Creo que ese es el silencioso premio de la naturaleza humana a una vida coherente. En contraste con la dignidad está la indecencia, la falta de integridad, la desvergüenza, el irrespeto a sí mismo y a los demás. Es lo que hemos visto últimamente salir por esos laberintos del horror político que son los salones del Congreso en donde ha vuelto a aparecer el hombre del maletín, con surtidos y verdes argumentos, con los que pareciera afirmar que cada diputado tiene su precio, “que todo se compra y se vende”, en donde se irrespeta hasta el escarnio al pueblo que los eligió. Y en donde en soberano desaire e insulto a la inteligencia ciudadana se blanden argumentos ridículos y pueriles que tienen la consistencia del aire para justificar cambios de camiseta, comportamientos indignos y pillerías. Lo triste es que todo esto se hace frente al ciudadano  común, al hombre de la calle, al ama de casa, al trabajador, que más indignados y desilusionados que nunca advierten que la dignidad y los principios solo sirven, según ve en la pizarra política, para dormir en los libros y para cuentear a los niños en la escuela con aquello de la moral. Que la lucha contra la corrupción es solo el eterno cuento del gallo pelón.