Los sucesos legislativos de la última semana han reavivado la discusión de una reforma que permita dar un giro radical a la manera de hacer política en el país.
Pero no nos engañemos, pues varias de las conductas observadas y criticadas responden en la realidad a conductas y omisiones mantenidas por la clase política ecuatoriana por décadas, sin que haya existido un interés real en transformarlas.

El punto es que cuando se empieza a hablar de reforma política, parecería que nos aproximamos a una nueva versión del fallido cuento del gallo pelón, ¿quieres que te cuente el cuento del gallo pelón?, ¿quiere el país la reforma política?, con la gran diferencia de que ante la segunda interrogante, la respuesta es muy clara, todo el país anhela ese cambio político, paradójicamente sin saber en qué consiste. Quizás una de las limitaciones que han impedido sustentar de mejor forma la tesis de la reforma política es que ni la sociedad política ni la civil se han puesto de acuerdo en qué consistiría precisamente esa reforma, pues si bien algunos se centran en la necesidad de reducir el número de diputados, hay quienes prefieren una opción más amplia, que implique inclusive una revisión profunda de la actual estructura política administrativa del país.

La falta de determinación de los objetivos básicos de la reforma política ha sido clave para que se produzca precisamente lo que parte de nuestro establishment político desea: que no se dé esa reforma, pues posiblemente ella conllevaría una pérdida de espacios y privilegios, tan ansiosamente guardada por las distintas agrupaciones políticas. El no saber claramente qué es lo que se quiere proponer ha marcado adicionalmente cada anuncio de reforma política hecho sucesivamente por cada gobernante, parte porque los anuncios han sido puro cálculo político, parte porque no ha existido en el país el gran diseñador de una propuesta que recoja las realidades de una nación compleja, dispersa, contradictoria y que empieza a agotar sus expectativas democráticas.

Siendo la reforma política integral un elemento básico para aplicar un sistema de gobernabilidad más lógico para el país, debe rescatarse también la necesidad de un cambio todavía más utópico, relacionado directamente con la actitud de nuestra clase política. En la medida en que esta no varíe, podemos conseguir una estupenda reforma, de más difícil aplicación si es que la clase política sigue amarrada a los mismos fantasmas de siempre, actores principales de la novela ecuatoriana. La reforma política es posible y necesaria, pero, ¿el cambio de actitud? Quizás no, quizás muy lejano, pero al menos con la reforma sería posible poner una camisa de fuerza a esos fantasmas, a los que están en el palacio de Carondelet, en el Congreso Nacional y en tantos otros lugares. Solo con eso el país habría ganado.