No sé si debemos agradecerle cuanto ha hecho por nosotros o decirle que ya es suficiente.

Que ha recorrido todos los orfanatos y los cuarteles. Ya conoce todos nuestros hospitales y nuestras cárceles, todos los lugares donde se ventilan los dramas que todavía no se han globalizado, que nos pertenecen solo a nosotros.

Ha bendecido por igual todos los asilos de ancianos, los programas de desayuno escolar o contra el narcotráfico, las “mejoras” en la Base de Manta.

Conoce ya todos nuestros defectos y ha ofrecido, a donde ha ido, el apoyo, particularmente desinteresado, de su gobierno, para que optimicemos la inseguridad dentro del Plan Colombia y sus inciertos alrededores.

Ha opinado absolutamente sobre todo lo que nos ocurre. Pero su última recomendación de que dejemos a Lucio Gutiérrez concluir su mandato, ya es demasiado. ¿Acaso quiere sorprender a una clase política pusilánime, que no sabe qué quiere hacer con el juicio político, hacia dónde caminar después?

Que yo conozca, no he escuchado que el embajador Raúl Gangotena haya aconsejado en Washington a los norteamericanos no cometer la tontería de reelegir a George W. Bush. Que cada uno cargue con sus errores.

Yo sé que los embajadores norteamericanos tratan de cumplir lo mejor posible el arcaico papel de representantes de un protectorado colonial, pero se les puede pedir que al menos lo disimulen. Guarden las secretas reglas de la diplomacia.

Yo sé que ellos abrigan la ambición de ser embajadores de cuyo paso por nuestro país no nos olvidemos nunca, pero violentan con tanta frecuencia nuestra intimidad soberana, que no los vamos a olvidar. Sin embargo, ya es suficiente.

En más de una reunión con embajadores europeos, he visto comentar, con sonrisas entre burlonas y sorprendidas, el modo cómo los diplomáticos de Estados Unidos se olvidan de lo que le toca hacer a un embajador: mantener un perfil bajo. No convertirse en el centro de la polémica pública y el conflicto político ajenos. No es necesario tampoco regalarnos las sonrisas de la arrogancia y el poder en cada recorrido de un embajador por el país, en compañía de un corifeo de periodistas, sargentos o niños desvalidos.

Siempre sospechamos… No. Me equivoco. Siempre tuvimos la certeza de que, a lo largo de por lo menos medio siglo, la gobernabilidad y la ingobernabilidad, la democracia y las dictaduras, los ajustes y los desajustes, el esplendor y la agonía de nuestros líderes políticos se resolvían en esa casona amurallada de la avenida 12 de Octubre, por cuyos contornos nos está vedado circular, pero no es indispensable hacerlo evidente a diestro y siniestro, ni proclamarlo a voz en cuello.

Nos basta con saber que somos un patio trasero en el que desenvolvemos mal que bien nuestra vida política, tal como ocurren las vidas en los patios traseros: frente a la aparente indiferencia –o el temor– de los dueños de casa. O frente a la ausencia del dueño de casa, ocupado en sus lejanos menesteres petroleros y sangrientos en Faluja.

Sin embargo, por hoy, ya es suficiente.