El mundo va hacia donde Estados Unidos decide, pero Estados Unidos no va hacia donde el mundo quiere. La reelección de Bush es la frustración de los pasajeros que han comprado el boleto para ir al punto A, pero los dueños de la empresa han contratado al conductor que solamente conoce el camino hacia el punto Z. No cabe duda de que la opinión mundial es abrumadoramente opuesta al reelecto presidente y que la decisión habría sido la contraria si la elección hubiera estado en sus manos. Tal vez previendo el resultado, la muletilla de los días previos a la elección fue que, dado que el estornudo norteamericano resfría al mundo entero, ese mundo entero debería votar en las elecciones norteamericanas. Desgraciadamente, a pesar de la globalización y de más cosas por el estilo, aún existen la soberanía y los límites nacionales que dejan las decisiones en manos de lo que para estos efectos resulta una minoría de la población mundial.

La sorpresa por la reelección se origina en las características del personaje y en la experiencia de su primera presidencia. El paso de los años no ha servido para remontar esa mediocridad que lo llevó a considerarse como la oveja negra de la familia. Hasta ahora, incluso después de haber estado al frente de la única potencia mundial por cuatro años, mantiene su visión primaria en la que el mundo se divide entre los buenos y los malos y en la que cualquier acción en el campo político se explica como una cruzada llevada heroicamente por los primeros. Por ello su presidencia ha sido el paraíso de los guerreristas, celebrado a lo grande y con exorbitantes negocios por unas cuantas empresas que, para que nada falte, están en manos de amigos y para mayor confianza miembros de su gobierno.

La pregunta sin respuesta es la de las causas que llevaron al pueblo norteamericano a reelegir a un personaje de esta naturaleza. Se puede argumentar lo que se quiera sobre el complicado sistema electoral y sobre la abstención de la mayoría de potenciales votantes, pero las explicaciones parecen encontrarse más al fondo, en la telaraña estructural de la propia sociedad norteamericana. Ya lo advirtió hace unos ciento setenta años el francés Alexis de Tocqueville, cuando se encontró con una sociedad sorprendentemente igualitaria, que vivía de acuerdo a los preceptos religiosos de su protestantismo, con personas siempre dispuestas a organizarse para defender sus derechos individuales, pero que no daban importancia a los asuntos políticos. Avance tecnológico, desarrollo industrial, confort generalizado, aun con todo eso de por medio poco o nada ha cambiado en el tejido social y en los valores desde entonces. Todavía existe algo más que un océano entre la siempre cosmopolita Europa, preocupada por los destinos del mundo, y el tosco habitante de las inmensas praderas o de las moles de hormigón. Para qué hablar de las diferencias con el tercermundista, que solamente puede resignarse a pedirle que se vaya, aunque en ocasiones lo haga con malos modales y con la fuerza.