El mundo ha conmemorado, a lo largo del mes de octubre, los cien años del nacimiento de un pecador impenitente, el autor de El poder y la gloria.

“No soy un novelista católico, sino un católico que escribe novelas”, declaró alguna vez este creador atormentado por la fe, y juez supremo de los personajes que creó a imagen y semejanza de su propia tortura: por ejemplo aquel conmovedor cura párroco de El poder y la gloria viviendo a horcajadas de la culpa y de la fe ciega.

Greene nació el 2 de octubre de 1904, en Berkhamsted (Hertfordshire, Inglaterra), hijo de un maestro.

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En 1925, publicó su primer libro, un volumen de versos titulado Babbling April (Abril murmurante). Después desfiló por algunos oficios, incluido el periodismo; y en 1926 se convirtió al catolicismo, un dato que podría pasar desapercibido si no se tratara de la conciencia católica más atormentada del siglo. “Tenía que encontrar una religión para medir mi maldad con ella”, declaró.

Cuando alguien de la academia sueca le adelantó la intención de concederle el premio Nobel en calidad de escritor católico, su respuesta fue lacónica: “Dénsela a (Francois) Mauriac, él es un escritor católico, él sí cree”.

Sus primeras novelas fueron: Historia de una cobardía (1929), El nombre de la acción (1930) y Rumor al caer la noche (1931). La fama le llegó con El tren de Estambul (1932), también llamado Orient Express. Hasta que en 1940 publicaría una de las mayores novelas del siglo XX: El poder y la gloria, escenificada en un México humana e ideológicamente desgarrado por la revolución.

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Luego vinieron El revés de la trama (1948), El tercer hombre (1950), El americano impasible (1955), Nuestro hombre en La Habana (1958), Los comediantes (1966), y El décimo hombre (1985), entre otras.

Buena parte de sus novelas fueron adaptadas al cine, con el disgusto del autor. Falleció el 3 de abril de 1991, en Vevey, Suiza, rodeado de una aureola que recuerda la muerte de Charles Dickens. Y en su centenario, se lo evoca como uno de los mayores escritores del siglo XX.

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La calidad de su narrativa y la intensidad de las tramas y los personajes lo convirtieron en un autor enormemente popular. Pero cada vez que se publicaba algún artículo sobre él, el tema recaía en la culpa, en el pecado: amantes, prostitutas, revoluciones, fueron sus mayores pasiones. Zarandeado entre el bien y el mal, columpiándose entre la exuberancia y la más profunda depresión, testificó los desgarramientos de conciencia de los hombres contemporáneos.

Vladimiro Rivas, en Mundo tatuado habla de “una novelística poblada de pecadores y culpables”, y el mundo, como lo describe el propio Greene en El poder y la gloria, como “cárcel atestada de lujuria, crimen y amor desgraciado, cuyo hedor llega hasta el cielo”.

Allí, en ese mundo, agrega Rivas, “el omnisciente novelista funge de pequeño dios que castiga y perdona y humildemente reclama del lector –el gran fiscal– su aprobación al ejercicio de su justicia”.

Y concluye el ensayista ecuatoriano: Greene, anarquista católico, odió el poder como pocos y tomó partido contra su prepotencia, por sus humildes víctimas, sus pícaros y buenos ladrones”.

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El crítico español Enrique Clemente lo describe como “Espía profesional, trotamundos atraído por los lugares más exóticos, amigo de revolucionarios, católico agnóstico en el sentido unamuniano y, según se ha sabido ahora, un hombre con un apetito sexual voraz, fascinado por burdeles y fumador de opio. La religión, el sexo y el dolor fueron los tres pilares básicos de su infierno particular”.

Clemente recuerda que The Sunday Times ha dado a conocer, con ocasión del centenario de su nacimiento, una lista de las 47 meretrices favoritas de Greene, que remitió a la prensa su amante estadounidense Catherine Walston.

Antinorteamericano radical, amigo de Fidel Castro, Omar Torrijos, Daniel Ortega y Ho Chi Minh, vivía vigilado por el FBI como sospechoso de izquierdismo.

“Escribir es como una terapia. A veces me pregunto cómo todos los que no escriben, componen o pintan, escapan a la locura, la melancolía el pánico, que es inherente al hombre”, dijo Greene.

“Todo lo que hemos conseguido con nuestro descreimiento es una vida de dudas multiplicadas por la fe, por una fe multiplicada por la duda: podemos decir que el tablero de ajedrez es blanco, y podemos decir que es negro”, escribió en los últimos años.