Hasta que llegó la hora de la verdad. Hoy les toca a los estadounidenses votar finalmente. Los electores tienen en sus manos la oportunidad de decidir con su voto no solamente el destino de esta nación sino de una buena parte del mundo. Pocas veces en la historia de Estados Unidos se han dado elecciones tan cruciales como las que se inician esta mañana con la apertura de las urnas.

Estas elecciones decidirán muchas cosas, ciertamente. Pero probablemente lo más importante que se decide hoy es si en Estados Unidos tiene cabida o no el radicalismo en la política. De esto se trata realmente esta elección. Esto es lo que está en juego.
Por buena parte de su historia, la política en Estados Unidos ha estado dominada por una poderosa fuerza centrífuga que ocupa el centro del espectro ideológico. Los extremos, aquello del “todo o nada” tan común en otras partes del globo, han sido algo ajeno a la tradición de este país. Como buenos discípulos de Hume y Locke, los estadounidenses han sabido balancear pragmáticamente las respuestas que la política tiene que dar a los problemas propios de toda sociedad.

La religión, por ejemplo, no ha ocupado jamás un lugar en la política norteamericana, en buena parte por el temor de repetir las fatales experiencias europeas. Instituciones como la educación, la justicia o el federalismo han evolucionado en esa atmósfera de consenso. Pero, sin duda, ha sido en la política exterior donde más se ha sentido esta tradición. Pudieron haber existido matices aquí o allá, y de hecho los hubo, pero desde Truman, Kennedy y Nixon hasta Reagan y Clinton no es difícil encontrar ciertos ejes comunes operando como grandes estabilizadores. Consenso y continuidad que terminaron por derrotar a la Unión Soviética sin necesidad de un conflicto armado.

Esta suerte de centrismo político –tan subestimado por muchos europeos pero del que tanto deben ellos y otros aprender– desapareció prácticamente bajo la administración del presidente George W. Bush. Pocos han sido los aspectos públicos que no se hayan radicalizado durante los pasados cuatro años. En particular la política exterior. Hace poco Thomas Friedman del New York Times se lamentaba de que los extremos habían reemplazado al centro en la política norteamericana.

Esta tendencia a la radicalización no comenzó realmente luego del ataque terrorista del 11 de septiembre. Habiendo perdido la elección por un margen de medio millón de votos, Bush se encontró en la Casa Blanca gracias a la arcaica fórmula del colegio electoral y a la Corte Suprema. Este déficit de legitimidad, sin embargo, pronto fue olvidado. En los primeros meses su equipo dejó en claro una visión de las relaciones internacionales impregnada de cargas ideológicas y visiones mesiánicas desconocidas hasta entonces. Septiembre 11 profundizó al máximo esta tendencia. Con la diferencia de que a raíz de ello su apoyo popular creció por la fuerza de los hechos.

Habrá que esperar hasta esta noche para saber si habrá que esperar cuatro años más.