“ En aquel tiempo –nos cuenta el evangelio de hoy domingo– Jesús entró en Jericó; y al ir atravesando la ciudad, sucedió que un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de conocer a Jesús; pero la gente se lo impedía, porque Zaqueo era de baja estatura. Entonces corrió y se subió a un árbol para verlo cuando pasara por ahí”.

Zaqueo suponía que podría contemplar el paso de Jesús sin que sus enfervorizados seguidores descubrieran su discreto y elevado observatorio.

Porque siendo todo un personaje en la ciudad, le espantaba que sus enemigos –los que le criticaban por su profesión o le envidiaban por su plata– se rieran de que él, siendo líder de los publicanos, se hubiera comportado como cualquier curioso mozalbete.

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“Al llegar a ese lugar –prosigue el evangelio– Jesús levantó los ojos y le dijo: Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa”.

 Zaqueo, claro está, se puso rojo. Pero al punto comprendió que sus rubores eran una estupidez. Y como descender es siempre más sencillo que ascender, obedeció inmediatamente: “bajó en seguida y lo recibió muy contento”.

 La que no se puso tan contenta fue su esposa. Pues, a pesar de las explicaciones de Zaqueo, teniendo que atender, de buenas a primeras, a más de doce hombres en la mesa, se sintió muy contrariada. Y solo se le fue del todo el sofocón cuando, al llegar el postre, su bajo pero no pequeño esposo, demostró que trataría de otro modo a los demás. Es decir, cuando “se puso en pie y dijo al Señor: –Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más” (Cfr. Lucas 9, 1-10).

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Al leer la historia de Zaqueo, usted y yo pensamos: ¡se sacó la lotería!... Tuvo a Jesús en su casa, se preocupó de los pobres y trató de remediar los malos pasos dados... ¡Qué suerte la de Zaqueo! Pues, esa misma suerte, corregida y aumentada, la tengo yo y la tiene usted.

Porque Jesús nos pide cada día que le recibamos, a pesar de nuestra indignidad, en la Sagrada Eucaristía. Y quiere convertirnos en apóstoles del bien, en constructores de una sociedad más justa, y en “artesanos –según nos pide el Papa– del diálogo y la comunión”.

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Esta lúcida expresión del Santo Padre se encuentra en su reciente Carta  Mane nobiscum, Dómine, del 7 de octubre pasado. En ese documento nos orienta sobre el modo de vivir “el año de la Eucaristía”. Y como lo termina suplicando “que la Iglesia, en este Año de gracia, reciba un nuevo impulso para su misión, y reconozca cada vez más, en la Sagrada Eucaristía, la fuente y cumbre de toda su vida”, he querido que Zaqueo, el bajo pero no pequeño publicano, nos enseñe a usted y a mí lo que nos puede suceder si comulgamos bien.