Hace dos semanas participé en el foro ‘Educación Siglo XXI’ convocado por la empresa Poligráfica. La buena iniciativa revisó temas importantes que convocaron a numerosos profesores y autoridades de planteles de la ciudad y concitaron inteligente interrogación. Y como creo lo que dice cierta teoría psicológica sobre el trabajo mental, que muchas veces las preguntas son más importantes que las respuestas, celebro haber recibido una pregunta que me ha mantenido pensando durante este tiempo. En ese momento no la pude contestar.

Me interrogaba algún agudo colega si estaba de acuerdo con que “las instituciones educativas deben liderar el cambio de actitud y transmitir alegría de vivir para obtener mejores resultados”. Mi primera inclinación es insistir en la trascendencia de la educación en los pueblos, en orientar nuestro mayor esfuerzo combativo hacia las instancias que la desatienden y que la han convertido en, tal vez, el mayor problema nacional. Pero luego hay perspectivas más complicadas que insertar en esta respuesta. Desde la de una especialista inglesa que sostuvo en días pasados –en artículo que publicó un diario capitalino– que “seguimos atados al mito de la educación... porque no genera crecimiento económico de la manera como los políticos (y empresarios) creen”, hasta el derrotismo cotidiano de quienes, encontrándonos en este campo de acción, no hacemos lo suficiente por él.

Pienso que el cambio de actitud es un llamado a matar al “hombre viejo” que hay en nosotros –reproducido como una mala enfermedad hasta en los más jóvenes– enraizado hasta la médula en una telaraña de preconceptos y desánimos, que nos ha hecho seres entre espectadores pasivos y oportunistas. Hoy deberíamos creer en el valor de la acción antes que en la eficacia de las nociones, ahora se nos abre el terreno de la multiplicidad y no hay banderas monocolores. Las arenas movedizas del mercado nos han confundido sobre los valores humanos, por tanto es muy fácil equivocarse respecto de lo fundamental: acrecentar los bienes materiales o fortalecer las exigencias del espíritu. ¿Críticos e infelices? ¿Laxos y poseedores?

Porque cómo dar pasos acertados en terreno educativo si vive dentro del corazón del profesor ese hombre viejo. Si se es persona alejada del libro y del pensamiento autónomo, si se rezuma amargura por la herida mensual del presupuesto –realidad de escándalo en este país de injusticias terribles con el maestro–, si el campo educativo está, mayoritariamente, en manos de sobrevivientes y no de forjadores de las nuevas generaciones. Frente a esas realidades, me desaliento.

Pero cuando me encuentro con grupos de maestros reales, concretos, esos que tienen palabra que interroga y rostro ávido de acción transformadora, voy al encuentro de la alegría. Esa alegría que es tan fácil movilizar dentro del aula cuando el hecho educativo de la hora, del día, suelta el resorte de las inteligencias, acucia el entusiasmo de los niños o jóvenes y todos avanzamos, aunque sea un milímetro, en esa inenarrable aventura de aprender. Que las políticas, proyecciones y programas de educación son indispensables, pero el milagro del aprendizaje se produce junto a la mano segura de un maestro. Desde esa base, cultivemos la alegría.