El vuelo en escobas o revolver mágicas pociones en ollas son las primeras imágenes que nos pintaron de las brujas. Luego, husmeando la Historia, y en el esplendor del poder de la Iglesia Católica, encontramos el garabato perverso de toda una santa Inquisición persiguiendo y asesinando a aquellas mujeres portadoras de secretos inexplicables.

Harto sabemos que aquellos juicios no tenían nada de justos. Pues tan solo bastaba el chisme que provoque la sospecha y con ello se lanzaba a la hoguera a cualquier mujer que había cometido la imprudencia de demostrar una sabiduría ajena a la eclesiástica.

Debieron ser muchas las mujeres que acusadas de herejía se fueron de este mundo sin transferir sus conocimientos. No resulta difícil imaginar la fecunda noción que en especial tenían las mujeres del campo. El hecho de observar el comportamiento de la naturaleza, los procesos agrícolas, el impacto en los alimentos de las estaciones, y la cura de ciertas hierbas debieron haberles brindado un poder especial sobre la vida.

Tan alarmante ese poder, que se cuenta que el papa Inocencio XIII instauró una guerra contra las mujeres que, poseídas por el demonio, permitían que este asesine a los niños en sus vientres. Lo que seguramente debió haber pasado es que ellas mismas interrumpieran su embarazo. Nadie conoce mejor el cuerpo de una mujer que ella misma. Cosa que no debe haber gustado, ni creo que guste.
Menos aún, el poder que genera ese conocimiento sobre la sexualidad y maternidad.

Era preciso, en especial en una época en la que la ciencia no pudo colaborar con las pestes y las monarquías con la hambruna, buscar culpables. Según documentos históricos, la quema de brujas –dizque– evitaría la esterilización del ganado, las tempestades, el incesto y las relaciones sexuales no permitidas. Todo en nombre de Dios.

La infidelidad debió ser más peligrosa que nunca. No debieron faltar esposas celosas que acusaran a las amantes de sus maridos como brujas. Por ello, seguramente, hubo hombres muertos en la hoguera como jefes de hechicería.

Hoy, la cosa pinta algo distinto. En algo se acepta la sabiduría femenina que nace por el contacto del campo, en especial de las mujeres indígenas. Con respecto a los hechizos, más o menos, y en ciertos círculos, se apuesta que ciertos “trabajos” provocan la permanencia de la pareja deseada o la prosperidad de los negocios.

Lo que no parece cambiar es la vulnerabilidad femenina con respecto a su libertad sexual. Sigue siendo una forma de exterminio de la mujer la imputación de una vida sexual activa o promiscua, dependiendo de los morbosos intereses de los contemporáneos inquisidores.

Deliberadamente se colabora en una cultura que fragiliza a la mujer en relación a su sexualidad. Hembras y machos humanos, aterrorizados por la competencia que representa una determinada mujer, siembran sospechas y empañan su intimidad para convertirla en imagen pecaminosa y así sacarla del camino. Hay cosas que no cambian. Solo se modernizan. Siempre habrá alguna manera de quemar vivas a mujeres que cuentan con el poder de una sabiduría distinta.