…podían hacer los sonidos ensordecedores que en ese momento se estaban escuchando. ¿Serían tal vez Maikel y su triceratops? ¡Se estaba volviendo loco! Su imaginación no podía ser tan fuerte hasta el punto de convertir sus mágicas ideas en un cuento de verdad. Es que ni siquiera podía distinguir ya lo cierto de lo irreal. Pero, ¿qué debía hacer? ¿Ir en busca de su hoja en blanco o descubrir aquella incógnita que se movía entre los árboles? No podía escoger y, en ese lapso de indecisión, otras cosas sucedían… Todo a su alrededor daba vueltas.
Debía ir en busca de la hoja, antes de que la tierra se hundiera bajo sus pies o antes de que el trueno, que resonaba esporádicamente, desapareciera por completo. Corría hasta su casa, corría y corría... Pero el camino era tan largo, interminable… De pronto encontró aquello que en ese momento tanto anhelaba y que a la vez destrozaba sus sentidos, ¡un papel en el bosque! ¡No podía creerlo! Todo se movía a la velocidad de la luz, pero aquella hoja en blanco permanecía inmóvil en su lugar. Era como un inimaginable remolino con una intacta neblina transparente como núcleo. La cogió con todas sus fuerzas en medio de las infinitas y escondidas ideas de Maikel y del triceratops, que sin haberse dado cuenta habían estado corriendo detrás de él desde el mismo momento en que oyó el nunca antes escuchado sonido. ¡Claro, esa era la razón por la cual seguía corriendo, escapando! ¡Esa era la huella, esa era la razón del caos, esa era su historia, de la cual había estado huyendo sin encontrar la salida. Pero como en los maravillosos cuentos, al fin la encontró en el lugar y en el momento insospechado! ¡Qué paradoja más espléndida son las letras!
Vio, más por instinto que por curiosidad, el título que horas antes había escrito en la hoja: «Maikel y la espada invencible». De repente, sin pensar en otra cosa que en la misión de escribir, comenzó a correr en el campo de nieblas, de musas y de cosas inexplicables; una vez más, en busca de algo que ni él mismo conocía.
Entonces, descubrió que no podía seguir corriendo sin rumbo sino pensar y ordenar su gama de pensamientos, que tan traviesamente lo estaba acechando.
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Como por arte de magia, todo volvió a su lugar y se encontró sentado en la silla del escritorio de su cuarto con la hoja en blanco, ahora pintada por trazos de letras que no diferenciaban la p de la q, ni la d de la b. Mejor aún, aquellas palabras no podían ver la ortografía, bailaban alegremente, desplazándose despreocupadas a través del papel, el mejor testigo de los hechos. Pues, en aquella mágica hoja, exclusivamente había escrito lo que sus pensamientos y su corazón le habían dictado con sigilo… Desde ese momento ya no le importaban los niños que jugaban fútbol ni pensaba en la tristeza que le ocasionaban su madre melancólica y su «padre de domingo». Únicamente importaban la aventura más extraordinaria de su vida y los trazos plasmados en la hoja mágica.
Al día siguiente, entre los niños de sexto de básica, se oía la historia de un héroe adolescente que telepáticamente se comunicaba con su triceratops y que, en medio de una de sus tantas aventuras, estando en peligro de muerte, inusitadamente había sido salvado por un niño, que –por cosas de la vida– entró al bosque y les señaló el camino de salida: su historia ahora contada…
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