Entiendo el pánico de los impulsores del Tratado de Libre Comercio ante la posibilidad de que el tema se someta a una consulta popular.

Es cierto, el asunto, a más de complejo, está lleno de recovecos todavía oscuros.
Pero lo entiendo, no porque se trate de una materia sumamente complicada, sino por la calidad de la democracia ecuatoriana, paradójicamente pervertida por los procesos electorales.

Parecería que no sirve más que para elegir y seguir eligiendo sucesivos fracasos.
Desde que el entonces presidente Febres-Cordero decidió poner a prueba su popularidad personal convocando consultas populares a pretexto de reformas constitucionales, este mecanismo quedó viciado. Desde entonces, no ha tenido otra suerte. Así fue cómo el proyecto modernizador por la vía de las privatizaciones perdió en tiempos de Sixto Durán-Ballén, porque se lo convocó no para consultar al pueblo sino para confirmar los deseos del mandatario.

Otro tanto ocurrió cuando Fabián Alarcón llamó a consulta sin preocuparle la materia de las preguntas, sino exclusivamente para darle cierta legitimidad a su dudosa elección.

Lo que no entiendo del pánico de los tecnócratas y exportadores deslumbrados por el mercado norteamericano es la pretensión de que la adopción del TLC es un asunto de comercio y no puede someterse al debate político. La adopción del TLC será una decisión eminentemente política, y lo será de un gobierno cuya credibilidad está a punto de bordear el ras del suelo.

Debe darles pánico porque una decisión de tanta trascendencia la vaya a adoptar uno de los gobiernos más desprestigiados que recordamos.

Cuando las élites políticas y económicas han estado más o menos seguras de lo que hacían, no han dudado en someter materias complejas a la opinión popular. Esta misma democracia nació con un referéndum sobre todo un texto constitucional, bastante más trascendental que un tratado de libre comercio.

Desde que los privatizadores perdieron en las urnas en tiempos de Sixto Durán-Ballén, me parece que a las élites en nuestro país les quedó el miedo y la frustración de estar actuando en abierta minoría, de buscar reformas al Estado que no contarían con el apoyo de los ciudadanos, de que su modelo de país no coincida para nada con las “ideas sueltas” y los sueños de la gente común.

Quisieran una república de patricios, de ilustrados, y lo que tienen es una democracia que ellos se han ocupado de que no avance, de que no pase de equivocarse y a veces acertar en la lotería de unas candidaturas.

Poseer el secreto sobre el destino del país, ser los destinatarios del ejercicio político de la viscosidad y el ocultamiento, vanagloriarse de estar por sobre la desinformación del vulgo y actuar vestidos de esa condición superior, entraña, finalmente, el pánico a cualquier exceso de democracia.

Bien harían en empeñarse en convencernos de las bondades del TLC, en volver sencillo lo complejo, en buscar consensos políticos que superen el huérfano respaldo del régimen de Gutiérrez. De lo contrario, el TLC va a hacer aguas, o les va a durar una semana, pues la cacareada “inseguridad jurídica” echará abajo lo que se fraguó a espaldas de la democracia.