En los últimos 25 años los ecuatorianos hemos concurrido a las urnas a un promedio de casi una vez por año. Lo hemos hecho para elegir presidentes, congresistas, alcaldes, prefectos, concejales, consejeros, así como para responder a algunas consultas populares. Vistas así las cosas, al país no le falta democracia. La visita que hicimos el pasado domingo a las urnas no fue sino una confirmación de esta suerte de tendencia democrática. No es este, además, el único caso en la región. A lo largo y ancho de América Latina la democracia –no obstante todos sus errores– parecería que vino para quedarse.

Esta realidad política contrasta, sin embargo, con los resultados económicos que han producido los gobiernos democráticos, especialmente desde fines de la década de los noveventa en adelante. Los índices de pobreza y desocupación son alarmantes. La falta de educación, salud pública y seguridad ciudadana es enorme. En general, la región lleva años con tasas de crecimiento económico nada alentadoras.

Durante años dominó en América Latina la tesis de que los agudos conflictos sociales que generaba la expansión de la economía capitalista en la periferia eran en gran medida el factor determinante en el colapso de las instituciones democráticas. En otras palabras, tal era el grado de conflictividad social que los actores políticos terminaban retirando su adhesión a las reglas de una democracia competitiva. Y fueron estas explosiones las que hicieron colapsar las democracias de la época.

¿Qué ha hecho posible, entonces, la prolongada estadía de la democracia en países como el nuestro no obstante la tragedia económica que ellos vienen atravesando durante las décadas pasadas? ¿Qué es lo que ha hecho posible que esta casa democrática, de carcomidos andamios y pobres paredes, no se venga abajo como les pasó a sus pares de los años sesenta que cayeron en la siguiente década?

Parte de la respuesta puede encontrarse en el sistema económico dominante en la actualidad. Con su énfasis en el mercado y la globalización, uno de los efectos de este sistema es el de fragmentar las sociedades civiles de manera drástica. En tales condiciones de atomización, las perspectivas de organización social resultan mínimas. Y sin ella, sin organización social, las sociedades que albergan a las democracias terminan por perder su mejor, y quizás único, bastión, esto es, la capacidad de ejercer un control efectivo sobre la marcha y eficiencia de sus instituciones. Vacío que, por lo demás, representa el mayor desafío que enfrentan las democracias de la región.

Y es, curiosamente, esta nueva realidad la que quizás ayude también a explicar la mayor relevancia que vienen ganando los gobiernos locales. Por su proximidad a la vida diaria, la ciudadanía siente que ellos son más asequibles a las demandas de rendición de cuentas, control y participación que el Gobierno central y el Congreso. También ha contribuido a ello la posibilidad de reelegir o no a los gobiernos seccionales, pues, ello ha significado un mayor poder en manos del electorado. Algo que debe ahora trasladarse a nivel nacional.