Sin duda hay más de una razón para afirmar que Jacques Derrida fue el último de los heideggerianos, aunque para Rorty fuese el  último de los hegelianos, pero lo cierto es que fue un filósofo audaz, brillante hasta el exceso en el manejo de pensamiento y lenguaje.

Con una doble procedencia, la de ser judío-árabe nacido en Argelia, y una erudición europea que, pienso, tenía como precedente la de Heidegger, Derrida deslumbró hasta el rechazo con sus teorías de la deconstrucción y la diferenzia.
No es fortuito que dedicara a la memoria de Levinas, pensador francés de origen judío, untexto, y que en su Circonfesión la presencia de ese otro africano, San Agustín, sea fundamental.

Leer sus textos mayores como De la gramatología, La escritura y la diferencia o La diseminación, publicados entre finales de los años sesenta y principios de los setenta es, sin duda, una aventura intelectual; menos por entrañar la penetración en los sutiles meandros de una escritura y de un pensamiento agudamente especulativos, y más por una libertad de imaginación, no exenta de rigor, que es su unánime característica.

La influencia de la teoría de la deconstrucción en los círculos académicos y universitarios de Estados Unidos, Francia e Italia, por ejemplo, fue dominante en los años setenta y ochenta. En general hubo una feliz coincidencia con otros pensadores que, por otras razones y también proyecciones, irrumpieron contra una visión de lo filosófico que aparecía como tradicional o continuista.

Desde su tesis sobre Husserl, sus reflexiones comprendieron múltiples aspectos del pensamiento de Platón, pasando por Hegel y Nietzsche hasta llegar naturalmente a Heidegger y recordar, por separado, a Levinas o Paul de Man.
Pueden agregarse los puntos de vista sobre Valéry o sobre textos de Mallarmé y Ponge, sobre las novelas de Philippe Sollers antes de la ruptura de su amistad, material suficiente para darnos cuenta que su obra muestra un vasto recorrido por espacios filosóficos y literarios, inalcanzables para otros.

A veces me ha parecido excesivamente intelectual, en busca de extremos límites en que pueda aventurarse el espíritu, y comprendo que George Steiner poco o ningún aprecio tenga sobre la deconstrucción, que los filósofos en la línea del pensamiento analítico mantuvieran la debida distancia. Me puedo preguntar en este punto, ¿qué pudo pensar Wittgenstein de Derrida en el caso hipotético de haber coincidido en el tiempo?

Apasionado de la palabra escrita, del signo que es hecho vivo cuando se lee o escribe, se entregó a analizarla y penetrar en su vertiente interna con la desmesura que una pasión despierta. Quiso manejarla y jugar con ella, sentir en carne propia los éxtasis que tal amor puede provocar en un amante obsesivo.

Derrida fue uno de esos amantes que percibieron la grandeza, la opulencia y también los disturbios que la palabra ha provocado en pensadores y escritores.
Buscó entender no solo lo que ella entrega sino también lo que puede ocultar, lo que ella da y lo que eventualmente omite, lo que descubre y lo que disfraza. Lo que la palabra erige como forma y significación, lo que ella hace de nosotros y lo que ella piensa por nosotros. Este es quizá parte de su legado, y nadie, creo, podrá decir que es poco o sin importancia. Al menos para mí es trascendente.