Hace pocos días, el presidente Lucio Gutiérrez exhortaba a los ecuatorianos a que persistan en la tesis de votar por gente nueva, alejada de los tradicionales partidos políticos, con el propósito, debemos entender, de reeditar una sorpresa electoral que permita sugerir un nuevo escenario político en el país.

Por supuesto que el Ecuador requiere de gente nueva. Esa tesis, por elemental, no merece ser discutida; en esa línea, cada región del país tuvo la posibilidad de revisar la opción de nuevos candidatos como una alternativa válida, en la búsqueda de administraciones seccionales acordes con las realidades y aspiraciones de cada ciudad o provincia; sin embargo, y es importante enfatizarlo, existen también casos en los cuales la necesidad de cambio, la propuesta de gente nueva, quedó relegada ante la evidencia de gobiernos municipales exitosos que han permitido no solo recuperar la confianza en la eficiencia de la gestión administrativa, sino también que han posibilitado mantener la idea del encargo cumplido, como un ejercicio político posible, alejado de cualquier prejuicio o cálculo electoral.

Guayaquil es, en tal sentido, la mejor demostración de aquello. El rescate progresivo que se viene dando hace más de una década ha posibilitado que los dos últimos alcaldes vean apoyadas sus gestiones con un amplio y sólido respaldo popular, lo que a su vez ha permitido la respectiva reelección. Esa hegemonía es fruto de un trabajo organizado y planificado, que ha sugerido la idea de un gobierno local sólido, que permita rescatar la credibilidad en medio de tan extendida crisis institucional. El hecho de que la gente crea en su alcalde, en su municipio, como también ha ocurrido en otras ciudades, es un fenómeno saludable en medio de la permanente paradoja de insatisfacción democrática que vive el país.

Por eso es que se puede asegurar que en el caso de Guayaquil, la manifestación electoral no respaldó ni el peso de la experiencia o de la costumbre, como algunos quisieran pregonar, ni acentuó el supuesto clientelismo partidista. Lo que se ha hecho es reconocer una eficiencia administrativa que no se daba en la ciudad hace décadas; eso no significa admitir que se trata de una obra casi perfecta y que falta muy poco realmente por hacer: Guayaquil arrastra problemas sociales profundos, deficiencias claras de infraestructura y signos evidentes de la falta de planificación de tiempos anteriores. Pero nadie puede negar, a estas alturas, que el camino trazado es el correcto y que el encargo cumplido haya sido respondido con votos, no con quemeimportismo.