Cuando estudiaba literatura en la Universidad Católica, me enseñaron una diferencia fundamental entre ser espectador de cine y serlo de teatro. Respecto de este, se resaltaba la intensidad del mensaje dramático, a través de la proximidad con la presencia carnal de los actores. El público se sentía interpelado e invitado a la acción problemática del escenario y compartía codo a codo las sensaciones con sus compañeros de asiento. En el cine, en cambio –se nos decía–, la pantalla provoca una ilusión que jamás cruza las barreras de la realidad: la condición anónima del espectador, perdido en la oscuridad de la sala, no consigue confraternidad en las reacciones. Las precarias condiciones del arte teatral en nuestro medio hicieron, tal vez, que  mi generación asistiera mucho al cine. Además, florecían los cine-foros y el cine arte tenía más espacio que en nuestros días. Jamás olvidaré unas sesiones nocturnas en un viejo local que se llamaba Cine París en la calle García Avilés, donde pude ver películas de los grandes directores europeos; en esas proyecciones coincidía con mis profesores y compañeros. Entonces nos hacía falta un lugar donde sentarnos a conversar sobre lo que acabábamos de ver y a falta de ello, charlábamos de pie, en la vereda, sin que se nos pasara por la cabeza la sospecha de algún riesgo.

Los años han pasado y sigo tan amante del cine como entonces. Tema obligado del encuentro con los amigos es el comentario sobre las películas de reciente exhibición. Sin embargo, advierto y practico otras costumbres, el producto cinematográfico es enorme y diverso, contamos con canales de televisión exclusivamente dedicados a informar sobre los nuevos productos, los concursos y festivales se han regado por el planeta, leemos a diario sobre cine. En pocas palabras, el cine se ha hecho omnipresente.

Entre las transformaciones de los hábitos de consumo, hemos escapado de la sala oscura. Y la confesión, hecha en primera persona, me resulta dolorosa. Renunciar al rito de salir un día especial, de ver tráilers para acuñar expectativas, de trepidar en las emociones frente a la gran pantalla y el vibrante sonido, cierra una manera de vivir más espontánea y social, de cara a los saludos y a las coincidencias. Ningún cinéfilo de corazón aceptará que el cine en casa remplaza a cabalidad la experiencia de acudir al local idóneo, a apreciar una película nimbada de augurios.  Pero hemos puesto en un lado de la balanza los riesgos de la calle, las filas en la boletería, las malacrianzas adolescentes, el irrespeto de los celulares, el olor a mantequilla del canguil y... son demasiadas cargas frente al platillo en el que figura la proyección perfecta.

Entonces, nos enquistamos en el sillón o en el lecho, manipulamos los aparatejos del caso y ya: tenemos cine en casa. En muchos casos a través  del espinoso procedimiento de las cintas pirateadas, cuya cuestionada presencia no es obstáculo para que proliferen y nos salgan al asalto en cada esquina. Y la gran pantalla se reduce a las posibilidades del televisor, y la magia de la penumbra alta y fresca se nos convierte en la gris neblina de la alcoba. Pero el foco multicolor comprimido en escasas pulgadas nos sigue transformando la vida. Porque de eso precisamente se trata: de tener una constante puerta abierta a la multiplicación de los mundos.