Se ha establecido la estúpida idea –mucho más de lo que suponemos– de que los crímenes no son nunca acción, y premeditada y fría las más de las veces, sino casi siempre “reacción” a algún agravio o situación injusta reales.

Hará unas semanas, la televisión ofreció un documento de lo más significativo. Iba a escribir “llamativo”, pero en la actualidad ya no lo es: por el contrario, es sintomático de la generalizada evitación de las responsabilidades que aqueja a nuestra época y a nuestra sociedad. Se trataba de la conversación telefónica con la agencia Efe de un individuo, Felicísimo de nombre, que tras once horas atrincherado en su casa con una escopeta, se había cargado a un policía de Sueca, en Valencia, y había herido a un guardia civil. Sus declaraciones fueron estas: “… La mayor parte de este problema se debe a una falta asistencial, y cuando yo fui solicité un internamiento, porque ahora me ofrecen una ayuda, pienso que ahora es tardía. ¿Qué hay que esperar para que ayuden a un enfermo? ¿A que un enfermo saque una escopeta por la ventana, se líe a tiros, mate a una persona y hiera a otras personas? Les digo que se marchen o disparo, uno de ellos sale medio corriendo y echa mano a la pistola. Me siento amenazado y disparo. Le digo: ‘Si asomas la cabeza, te la vuelo’. Vuelve a asomar la cabeza, sin hacer caso omiso” [sic]. “Disparo, en advertencia. Trata de tomar nuevamente posición y disparo, con tan mala suerte que le dije: ‘Seguramente se ha muerto’”.

Sí, es significativo, sintomático y para mí –todavía, pese a todo– llamativo. Quien habla acaba de matar a un hombre, y no en un arrebato, sino tras once horas, once, de tener en jaque a todo un barrio. Primero se refiere al hecho como a un “problema”. Luego culpa a otros, a quienes no le dieron asistencia ni lo internaron. Se trataba de “ayudar a un enfermo”, que es él. Habla de sí mismo en tercera persona, pero no por enajenación, sino por deliberado distanciamiento entre él y quien ha cometido el crimen. Por supuesto, esta palabra no aparece en su boca, menos aún “asesinato” o “barbaridad”. A continuación se justifica: “Les digo que se marchen …”, y hay que ver, no obedecen, y encima uno “echa mano a la pistola”. Así que, prosigue, soy yo quien “me siento amenazado” (una víctima, vamos), “y disparo”. Aún no hay arrebato alguno, porque el tal Felicísimo advierte: “Si asomas la cabeza, te la vuelo”, y fíjense qué osadía, el tío vuelve a asomarla. Así que el “enfermo” cumple y le mete un tiro. El final no tiene desperdicio: él dispara varias veces, amenaza, da órdenes a lo largo de horas, pero luego tiene “tan mala suerte” que… ¿qué? ¿Lo he matado? ¿Le he dado donde no quería? No, nada de eso: el policía local “se ha muerto”, así, él solito, como si hubiera sufrido un infarto. Yo le digo que le volaré la cabeza, yo le pego un tiro, pero él se ha muerto.

Es extraordinario. Ni una palabra de arrepentimiento. El mensaje viene a ser: la culpa es de todos menos mía. De quienes no me atendieron, ni me internaron, ni me impidieron poseer un arma; de los guardias que me provocaron, y mira que se lo advertí; y claro, del muerto, que no me hizo caso. ¿Resultado? “Se ha muerto”, yo no he tenido nada que ver. Aparte de que un verdadero enfermo no habla de sí mismo como tal, a no ser que esté muy cuerdo y se esté preparando ya su exculpación, el asunto trasciende la mera anécdota de Sueca. Hoy hay una tremenda y exagerada tendencia a buscar los orígenes de las atrocidades y quitar hierro, por ende, a las atrocidades mismas. Cada vez que se lleva a cabo una matanza (la reciente de la escuela de Beslán es buen ejemplo, con centenares de niños muertos), surgen analistas, intelectuales, articulistas y hasta políticos que, tras lamentar el horror, vienen a decir: “Eso solo demuestra lo desesperados que están los chechenos” (o los islamistas fanáticos, o los palestinos, o los israelíes fanáticos o los etarras). “¿Qué se les ha hecho para que se porten así?”. Y se da por sentado que algo tan gordo se les ha hecho como para desencadenar tan brutal reacción. Es decir, se ha establecido la estúpida idea –mucho más de lo que suponemos– de que los crímenes no son nunca acción, y premeditada y fría las más de las veces, sino casi siempre “reacción” a algún agravio o situación injusta reales. Como si estos, además, pudieran justificar en parte las salvajadas. Hace no demasiado tiempo el mundo tenía algo claro, que ya no: incluso cuando hay verdaderos agravios y situaciones injustas, ciertas cosas no se pueden hacer. O, de otro modo, alguien podría entender que los chechenos se cargaran a Putin, los palestinos a Sharón, los israelíes a Ben Laden, los iraquíes a Bush Jr., los etarras a Carrero Blanco. Digo entender, que no justificar. Pero lo que nadie debería poder entender es el diario asesinato de civiles a que asistimos. Y demasiados lo hacen, y vuelven a su cantinela: “Eso indica lo desesperados que están”. Como si un asesinato con desesperación lo fuera menos. Así que quién sabe, a lo mejor los escolares de Beslán también “se han muerto”. O, de matarlos alguien, han sido las armas, que, como la escopeta del tal Felicísimo, van por libre y son muy cabronas.

© El País, S. L.