Cuando el pesimismo impedía avanzar, surge de pronto el alma huancavilca y Guayaquil recobra el afán de luchar y vencer.

Sus fiestas de independencia encuentran a Guayaquil “alegre y confiada”, como la describió el poeta hace tantos años. Y ese estado se entiende porque día  tras día se divisa más clara aquella “luz amable” precursora del progreso. Cuando muchas personas habían perdido la fe, ella reaparece. Cuando el pesimismo impedía avanzar, surge de pronto el alma huancavilca y Guayaquil recobra el afán de luchar y vencer.

Después de varios años en que las administraciones municipales se caracterizaron por la promoción política individual y de sus clanes, se repite la leyenda del ave fénix atribuida insistentemente a nuestra urbe: renace de sus cenizas. En las administraciones actual y anterior, los gobiernos municipales la han convertido en un mejor lugar para vivir.

Las fiestas octubrinas hallan a Guayaquil más hermosa. Podría decirse de ella que en lugar de achatarla, de afearla con “vacas de cemento”, se la está regresando a los días de la adolescencia y de la juventud de antaño. El Malecón 2000, el Malecón del Salado, los cerros Santa Ana y del Carmen, los numerosos parques, calles, plazas y barrios regenerados han devuelto a nuestra ciudad el encanto y a la vez la inocencia que tuvo en el pasado ya distante que vive en los libros y revistas de nuestros abuelos. Guayaquil merecía estas prendas de amor. Las merecían sus hijos de nacimiento y de adopción. El mejor elogio que puede hacerse de este trabajo profundo y enamorado es la acogida que han brindado los turistas a sus paseos rediseñados.

A lo largo de los malecones –para dar solo dos ejemplos– desfilan mañana, tarde y noche miles de turistas ecuatorianos y extranjeros. Al pie del río anciano y niño discurren familias enteras, parejas de enamorados, grupos de niños y visitantes solitarios que disfrutan del “fresco de don Silverio”, de los policromos jardines y de los restaurantes, cafeterías, salas de exposiciones y sitios de recreación que hallan al paso.

En crónicas como esta, el botellero ha venido insistiendo en que la nuestra es una bella ciudad a la que nos empeñábamos tercamente en afear. Donde volaba el pajarillo, disparábamos la piedra; donde el árbol reinaba, esgrimíamos el hacha o la sierra mecánica; donde cantaban los esteros, poníamos los desechos y la basura; donde se alzaba el cerro, colocábamos la vaca de cemento; y en vez de los mangos y ciruelos, poníamos la cerca con alambres.

Pero nada pudieron los depredadores de la ciudad madre, que en este mes celebra su cumpleaños de independencia. Que en octubre recuerda sus luchas incansables en busca de la libertad y la unión de todos los ecuatorianos.