Al de las próximas elecciones, no será un día fácil para todos. Para comenzar, si el Congreso Nacional en los próximos días no aprueba una ley que establezca el procedimiento de reparto de escaños, lo más probable es que miles de candidatos a dignidades colegiales dirán que de no ser por la fórmula diseñada por el Tribunal Supremo Electoral ellos habrían ganado la elección. Es decir, la próxima elección será única en el mundo: no habrá perdedores, solo habrá ganadores. El país ha visto hacer al Congreso muchas cosas extrañas, ridículas, absurdas, cursis y desacertadas. Ahora habrá que agregarle la de haber renunciado a su potestad de legislar en beneficio de un órgano estatal cuyos miembros no son elegidos por el pueblo. Es común hoy en día el que los congresos o parlamentos deleguen la potestad legislativa en el Ejecutivo a través de fórmulas muy sutiles como la llamada deslegalización. Y el Ecuador no es una excepción a esta corriente, tal como lo confirman algunos casos.

Pero lo que jamás se ha visto es que el poder Legislativo entregue su facultad de legislar, y en materia electoral de paso, a un órgano no elegido popularmente.
Esto es como inventar un auto que no ruede o un avión que no vuele. Pero más grave aún es que esto se haga en palmaria violación de la Constitución que inequívocamente dice que las elecciones deben ser reguladas por una ley. Cómo será de esencial la potestad de legislar en asuntos electorales que en sistemas donde expresamente se permite una amplia delegación legislativa a favor del Ejecutivo, invariablemente se excluyen de los asuntos delegables los que afectan a las elecciones. Si este vacío legislativo persiste, simplemente se habrá creado otro brote de conflicto político en el país, cosa que al parecer no le importa a nuestra clase dirigente que disfruta de las pugnas.

La gran incógnita será la reacción del Gobierno frente a los resultados electorales y la actitud que adopte la oposición. Para el primero no será fácil trazar una estrategia para los siguientes dos años por su muy probable debilitamiento político. Pero, por otra parte, esta debilidad bien podría convertirla –con algo de imaginación y decisión, claro está– en una oportunidad. En una oportunidad para dedicarse los años que le quedan a superar no ya una prueba electoral sino la más difícil, y a la vez la más olvidada, de las pruebas que un Gobierno debe atender: el juicio de la historia. Esto significa emprender sustanciales transformaciones en varios frentes sin tener ya encima el fantasma electoral.

Para la oposición también se abre una oportunidad. Su evidente fortalecimiento luego de las elecciones, no obstante el carácter seccional de ellas, debería llevarla a conclusiones que no sean las de desestabilizar el sistema democrático utilizando las consabidas zancadillas. Bien podría, por ejemplo, ver estos dos años como una suerte de paréntesis y aprovecharlos a preparar las bases de una nueva organización estatal.

Lamentablemente lo más probable es que nada de esto suceda.