Ayer, Guayaquil cumplió un aniversario más de su gesta libertaria. Un año más que este territorio femenino –porque toda ciudad siempre es una mujer– va madurando, hilando su destino, en que los ciudadanos nos reconocemos en los imaginarios colectivos que compartimos, y en la necesidad de ir reinventándonos cada día con la misma celeridad con que la ciudad viste y se desviste y nos desnuda en la intención de mirarnos al espejo. Pero, ¿quiénes son los guayaquileños, quiénes son aquellos que pueblan esta ciudad de más de dos millones de habitantes y que ofrece contrastes tan asombrosos de riqueza y pobreza, de laboriosidad sublime y de desempleo nefasto? ¿Quiénes son aquellos que invaden sus calles por las mañanas y ríen y se desatan bajo las faldas de la noche. Los guayaquileños somos un crisol de identidades cobijándonos bajo un mismo cielo tropical y marítimo. Una sopa de grupos raciales y étnicos mezclados con migraciones de italianos, españoles, árabes y asiáticos y el resumen cultural de esta intrincada mezcla configura un inconsciente colectivo mestizo, una mente social particular que sedimentada en una historia de ancestros autónomos, libres, mercaderes y navegantes, una geografía cálida y la tipología funcional de ciudad portuaria hacen de este territorio una ciudad única, especial y diferente, como lo es siempre la persona que amamos. Se ha dicho y nos decimos nosotros mismos que somos abiertos, alegres, francos, extravertidos, bullangueros, hospitalarios, solidarios, comerciantes. Quizá porque somos seres de agua, oceánicos. Los influjos del Guayas, del estero, los ecos cercanos del mar nos marcan. La energía del mar es expansiva, abierta, ilimitada. La montaña es inmanente, cerrada, implosiva. La una expande. La otra comprime. La geografía influye en el desarrollo de una cultura sensorial, de una manera de ser sensual que creo que es otro de sus rasgos. Lo dicen sus canciones: “Guayaquileño, madera de guerrero, muy franco, muy valiente...”. Lo expresa en su metafísica particular: “Jodidos, pero contentos”. Lo denuncian sus hábitos mentales, sus mitos, sus leyendas, su espíritu hedónico dispuesto a vivir con intensidad el día a día, inconstante como cohete de fiesta, vital como un tambor. El sentido de lo lúdico se expresa, entre otros, en la comida, en cómo viste, cómo se mueve y divierte. Le da mucha importancia a la gastronomía porque es muy sensorial. Conoce los sitios en donde se expende el mejor bolón de verde, el más exquisito encebollado, la más sublime fritada, el mejor arroz con menestra. En cuanto a la ropa, gusta por lo barroco, por lo llamativo, por aquello que lo individualice y no permita que pase inadvertido. Los colores fuertes son una metáfora de su alegría. El guayaquileño goza con su cuerpo, habla con él en tonos altos. Pero quizá en lo que más demuestra su sensualidad es en el baile en el que los ritmos alegres, trepidantes, en los que predominan la percusión, están entre sus preferidos. A la hora de divertirse es muy urbano, ocupa más el espacio público, plazas y parques. A veces usa las calles como extensión de sus casas, sociabiliza en ellas. Asiste al estadio en donde vivirá a sangre y fuego las victorias de su equipo, visita los malls y celebra, como Dios manda, bautizos, bodas y quinceañeras, aunque luego no tenga cómo estirar el mes, porque hay que vivir el presente y porque nunca se sabe, en este mundo de incertidumbres, qué mismo pasará mañana.