Dick Turpin fue un bandolero famoso de Inglaterra, que murió ahorcado en 1739 y cuyos restos se hallan en el cementerio de St. Georges, en la ciudad de York.

Nos costó encontrarla, a mi acompañante y a mí, y nos extrañó. En una época en la que cualquier población se ufana de sus vástagos famosos, o de los hechos célebres allí ocurridos, independientemente de que la fama sea buena o mala, solemne o trivial, la ciudad de York, en el norte de Inglaterra, no parece tener en mucho a los más conspicuos nombres de su pasado: así como uno de los paseos junto al río Ouse se llama ya según la muy viva y activa actriz Judi Dench, no se ve una sola placa que rememore a uno de los mayores escritores de la historia, Laurence Sterne, que vivió y vio imprimir allí el primer volumen de su extraordinario Tristram Shandy (y no lo digo solo porque lo tradujera yo al español, hace 26 años). Quizá sea que a York acuden tan pocos extranjeros como demasiados se apiñan con beatería en las calles de la Nueva York.

Pero la tumba no era la de Sterne –tampoco fácil de encontrar–, sino la de alguien mucho más popular: el bandolero Dick Turpin, que allí fue ahorcado en 1739. Un héroe de nuestra infancia. Ignoro si los niños españoles de hoy seguirán teniendo en la retina su imagen (los ingleses sí, y no menos que la de Robin Hood), pero para cualquiera de mi generación y de las anteriores, el nombre de aquel salteador de caminos evoca al instante a un hombre joven y apuesto, vestido con sombrero de tres picos, antifaz, casaca roja de largos faldones, camisa con chorreras y botas altas hasta el muslo, a lomos de su encabritado caballo –o yegua– Black Bess, y con pistola dieciochesca en la mano. Y en nuestra cabeza flota la idea de que, al igual que Robin Hood, era un bandido astuto e intrépido, que burlaba una y otra vez a sus perseguidores y a la justicia, y que robaba a los ricos para beneficiar a los pobres. Resultaba incomprensible que nada facilitara en York dar con la tumba de figura tan legendaria y universal.

Un reciente libro sobre Turpin, de James Sharpe, nos advierte de lo que en estos tiempos nada románticos era de prever: lejos de su mito, el personaje histórico fue un auténtico y brutal criminal, que aterrorizaba por igual a ricos y a pobres. Quizá el York actual lo crea también así, por eso se avergüence de guardar sus restos y de haberlo visto morir en su patíbulo un sábado de primavera de 1739. Así que anduvimos perdidos por la zona sur, alejada del centro y de los trayectos turísticos, sin ver cartel ni flecha que nos diera una pista. Hasta que por fin encontramos la iglesia católica de St. George, en cuyo camposanto habíamos leído que estaba enterrado. Cerrada a cal y canto, las calles vecinas desiertas, recordaba a la siniestra Ambrose Chapel en la que se aventuraba James Stewart en busca de su hijo raptado, en El hombre que sabía demasiado de Hitchcock. Y solo al cabo de un rato de estupefacción ante la impenetrable puerta, descubrimos, enfrente, un pequeño césped con muy pocas tumbas de letreros borrados o desvaídos. Una de ellas era de considerable tamaño (quizá sea cierta la historia de que allí yace también el caballo Black Bess, junto a su dueño): llena de hojas, descuidada, sin una flor, en verdad ruinosa; y, en su cabecera, una lápida vertical descascarillada, con esta difusa inscripción: “John Palmer, o bien Richard Turpin, el notorio salteador y ladrón de caballos, ejecutado en Tyburn el 7 de abril de 1739 y enterrado en el cementerio de St. George’s”.

Tyburn, en las afueras, era la vieja pista de carreras de caballos. Allí se erigía un patíbulo triangular conocido como “La yegua de tres patas”, y Turpin se subió a una escalera de mano colocada encima, con la soga ya al cuello. Había sido apresado como Palmer, pero al saberse su verdadera identidad la noticia tuvo alcance nacional y el desfile de gente por la cárcel fue constante. Todos le daban dinero, comida y vino, y él bromeaba, bebía y contaba historias. Quiso tener el mejor aspecto en tan decisiva ocasión, y unos días antes del ahorcamiento se compró una casaca nueva y un par de elegantes escarpines. La víspera contrató a cinco plañideros (tres libras y diez chelines) para que siguieran el carro que lo conduciría hasta Tyburn y supervisaran su enterramiento, bien hondo. El precio por su cabeza había sido de 200 libras. De camino se mostró sereno e hizo reverencias a la muchedumbre. Al subir a la escalera, lo asaltó un temblor en la pierna izquierda, pero se deshizo de él y miró con altivez a su alrededor. Cruzó unas palabras con el verdugo, y él mismo saltó de la escalera, sin esperar a que se la derribaran de una patada. Los cadáveres de los criminales acostumbraban a entregarse a médicos, para disección, así que uno llamado Palms se apoderó del suyo, una vez enterrado. Sin embargo, un nutrido grupo de gente fue de madrugada hasta el jardín del doctor y lo recuperó intacto, para devolverlo a su lugar. Son detalles como estos los que forjan las leyendas, y contra ellas nada puede la verdad histórica. O acaso es que los héroes de infancia no tienen historia, sino tan solo las aventuras y el cuento.

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