No pedir prestadas las cosas en la escuela con el fin de apreciar lo que se tiene en casa y someternos –junto a los hermanos– al amoroso entrenamiento de la convivencia, fueron las iniciales lecciones que nuestros padres –primeros profesores– nos impartieron. Esto sin contar la ofrenda permanente al mostrarnos la sabiduría que dejan sus errores y aciertos.

Crecemos y con ello se incorporan a la aventura de aprender, las y los amigos. Cómplices y regaladores de íntimos secretos, de aspiraciones y quimeras. Socios incondicionales en el riesgo de descubrirse a sí mismo. Tal vez por esto último, pues se trata de la lección que no termina nunca, ni el mismo tiempo –con toda su imponencia– logra extinguir el fuego de solidaridad que habita en el alma cuando en realidad se tiene amigos. Por ello, de cierta manera, son también educadores.

Aparecen luego los llamados –oficialmente– profesores.
Aquellas personas que, sea por un certificado académico o vocación, decidieron pararse frente a un aula y transmitir lo que saben. A ese grupo, Naciones Unidas hoy le dedica el día. Me uno al homenaje y en particular en honor a aquellos grandes que la vida me permitió darles las gracias.

Vittorio Cestonaro, amante de la literatura y de la filosofía. Escudriñador incansable de la mente de sus alumnos y convencido de que la luz del conocimiento se paría de la misma manera que lo planteó siglos atrás Sócrates. Fue sagaz en seleccionar a los mejores solo con el exclusivo afán de hacerlos compinches en la tarea de convocar al resto a la pujanza de luchar por la excelencia. Porque creía que el ser humano para ser sabio y feliz debería empezar aceptando que no es el centro del universo, sino solo una parte de él.

Pancho Larrea, magno de alma e ilimitado en misericordia.
Inclinado por la teoría de incluir al amor en el rubro de las artes, pues proclamaba que para su perfección, el amor exige disciplina y esfuerzo. Convencido de que la paz es el resultado del esfuerzo de todos en alcanzar el reconocimiento de la dignidad humana; y que no se necesitó –y por ello tampoco se requiere ahora– de ningún milagro para que el pan y los peces, al igual que en el evangelio, se repartan equitativamente.

Edmundo Durán Díaz, sobrio en sabiduría y derrochador infinito de solidaridad. Capaz de abandonar la majestuosidad de su academia para transformar su vida en la sencilla demostración de que la justicia no solo es dar a cada cual lo que le corresponde, sino dar a cada cual lo que necesita. Varón de aquellos que, de ser preciso, desnudó sus heridas con tal de que sus semejantes no se sientan empequeñecidos ante su grandeza; y por ello, el convencimiento de que fue uno de los elegidos bautizados con el milagro de no ver a Dios en el cielo, sino en la misma Tierra.

A estos maestros ya se los llevó la muerte, pero no puede llevarse con ella la sólida esperanza sostenida en que si existieron, es posible un mundo mejor.