Mi madre ya no está con nosotros así que en casa nos toca acudir a las tías y primas mayores, y a las mujeres de mi familia política, cuando necesitamos consejo para nuestro hijito que acaba de nacer. Y todas nos dicen lo mismo: que el bebé duerma en su cuna para que se acostumbre a estar solo. El diablo sabe más por viejo, así que supongo que tendrán razón.

Pero mi esposa y yo nos resistimos y hemos decidido que el bebé dormirá en nuestra cama al menos unas horas las primeras semanas porque queremos precisamente lo contrario: que se acostumbre a no estar solo, a necesitar de la compañía de los demás, y para que aprenda que el afecto es una necesidad imprescindible, vital para los seres humanos.

Acabo de releer El arte de amar de Erich Fromm. La primera vez que me topé con este librito era un adolescente y lo consideré un texto revelador. Fromm dice que la angustia de los seres humanos nace de la conciencia de estar separados de los demás, de saber que el mundo puede invadirme y que quizás no haya nadie a mi lado para defenderme, porque la mano tendida de los otros es una posibilidad que no siempre se realiza.

Con el paso de los años comprendí que este concepto de alienación no es exacto. Hay, en efecto, un dolor muy grande que nos invade cuando nos quedamos solos porque la vida se nos lleva a un ser querido o cuando nuestros sentimientos no son correspondidos. Pero son dolores humanos. Son golpes de los cuales nos volvemos a levantar. En cambio hay un dolor que no es humano, que ni siquiera es animal, que nos embarga cuando nosotros o nuestros seres queridos nos cruzamos con el feroz deseo de unos pocos de adueñarse del esfuerzo de los demás. Son golpes terribles, muy fuertes, como del odio de Dios decía César Vallejo, a los que no podemos resignarnos porque no surgen en el decurso natural de la vida sino del deseo de muerte de los que se han proclamado dueños del mundo.

Es terrible cuando la naturaleza se nos lleva a un hijo, pero pasan los años y casi sin darnos cuenta volvemos a sonreír porque vienen otros hijos que reclaman de nuestra alegría.
Pero cuando un esposo inocente muere en una balacera organizada por el Estado con el cínico pretexto de combatir el crimen, y luego unos jueces irresponsables declaran pomposamente que no hay culpables, esa es una tragedia de otra dimensión. Lo mismo ocurre con los que ordenan guerras contra pueblos desvalidos, o los que emplean a jueces inmorales para perseguir a sus enemigos, o los que nos insultan para imponernos temor. Todos ellos siembran un dolor inhumano para el que no hay cura en el amor, apenas algo de consuelo.

De nada servirá que le enseñe a mi hijo pequeño a querer: si mañana se cruza con los sátrapas que tienen el poder, no habrá cariño que lo salve. Lo sé perfectamente. El remedio tendrá que ir más al fondo, pero me temo que ignoro la receta. Apenas sé que requerirá de nuestra participación en un cambio radical en la forma como hemos organizado el mundo, y espero que mis hijos y las nuevas generaciones lo entiendan.

Pero este chiquito aún está pequeño y de estas cosas no entiende demasiado, así que esta noche temprano solo lo meteré en la cama calientito y le diré que su madre y yo lo queremos mucho, mucho.