Un Estado laico, en cuanto no impone una religión oficial, es un logro indiscutible. Un Estado laico que pretende imponer la prescindencia de Dios es otra cosa. En Ecuador hay educadores que aceptan que conste en el currículo la enseñanza del ajedrez, no la religión, imaginando talvez una oposición entre Dios y el hombre.

En la Constitución de la Unión Europea se impuso el laicismo francés que ignora las raíces cristianas. La humanización, que ha llevado a Europa a poner al hombre como centro del mundo, se debe en buena parte al cristianismo, según el cual la grandeza de Dios se refleja en la importancia del hombre. El recortado humanismo francés cierra los ojos a la filosofía, a la literatura, a la arquitectura, a la pintura y a la música, impregnadas y vitalizadas todas por el misterio de Cristo. La tendencia a afirmarse, negando, no es nueva. Durkheim, por ejemplo, afirma que hay un proceso de evolución desde el hombre fabricante, especialmente con sus manos, al hombre sabio que ejercita su mente. No ve que, juntamente con el fabricante y el sabio, existen, al mismo tiempo y no en estadios diversos, el hombre que se divierte y el hombre religioso. Desde otro ángulo, Marx afirmó que la religión es el opio del pueblo y que Dios no existe; pues es solo la proyección de un deseo de necesidades insatisfechas.

Dios les molesta, lo niegan, porque aceptar su existencia y su acción les significaría aceptar su propia limitación. Es tan fuerte la tendencia a prescindir de Dios, que los seguidores del laicismo francés tienen que cerrar ojos y oídos, porque en Europa hasta las piedras hablan de Cristo.

Esos europeos, dueños de sí mismos y de su destino, cultos refinados, especialmente los citadinos, gastan sumas astronómicas en consultar a brujos y adivinos de hoy, más sofisticados que los de ayer. Esos instruidos y reflexivos niegan lo que supera su razón y al mismo tiempo vuelven los ojos a brujos y adivinos, con el nombre elegante de esotéricos. 

El misterio de que el Hijo de Dios se haya hecho hombre y haya entrado en la historia humana, constituyéndose modelo, es el misterio central de la fe cristiana; sin embrago, ha sido la más grande fuerza humanizadora de estos dos últimos milenios.

Precisamente, porque el Hijo de Dios asumió la humanidad con la plenitud que solo Él podía asumirla, Jesucristo es un modelo que exige siempre y permanentemente mayor perfección. Lo auténtico de los cristianos ha sido la búsqueda siempre insatisfecha de nuevos rasgos de verdad, belleza y bondad. En toda etapa de la historia la proyección del modelo en la realidad queda siempre corta; y quienes no tienen otro interés que la fidelidad al modelo son críticos creativos. Porque el modelo es inagotable, el patrimonio formado por el Cristianismo debe permanecer abierto a nuevos horizontes, seguir recogiendo y enriqueciéndose con expresiones de humanidad siempre nuevas. Quienes aman a Dios y al hombre no prescinden, suman rasgos de humanidad, según el modelo.