Lo esencial está de este lado de la pantalla. La televisión, para quienes no trabajan en ella (que son los más), es una experiencia que ocurre en el dormitorio o en la sala de estar. Por eso me sorprendo cuando escucho a mucha gente de televisión decir que “no se puede criticar a la televisión si no se la conoce por dentro”.

De ser esto verdadero, significaría que los millones de personas que dedican lo mejor de su tiempo a ver televisión –con el consiguiente empobrecimiento de sus relaciones familiares y sus experiencias humanas–, aquellos para quienes la pantalla es un horizonte de referentes culturales, valores, gustos y hábitos de consumo, no tienen derecho a pensar, no tienen opinión autorizada, no tienen voz. No pueden criticar a la televisión porque no la conocen “por dentro”.

Absurdo. Conozco la televisión porque vivo con ella, podría alegar cualquier televidente. Vivir con la televisión significa vivir en un flujo continuo de mensajes televisivos. Los dormitorios y salas de estar de los televidentes son los lugares donde esos mensajes se convierten en estímulos.

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Vistos desde “dentro”, desde la perspectiva de una persona que trabaja en la televisión, los mensajes se justifican por lo que dicen, es decir, por su contenido literal. Vistos desde este lado de la pantalla, los mensajes son importantes por la manera como nos estimulan.

Esto es así porque la televisión, a diferencia de la prensa escrita, no comunica contenidos, comunica estímulos. Claro que la televisión transmite contenidos, los noticieros son el mejor ejemplo. Pero esos contenidos entran a jugar siempre en la lógica de los estímulos, en la que toda literalidad se desvanece. Por eso, lo que recordamos de la televisión, más que los mensajes en sí mismos, son los efectos que nos produjeron.

Para extraer los mensajes literales del noticiario y no dejarse impresionar por los estímulos, se necesita contar con la voluntad del televidente, con su esfuerzo de atención. Esto era la norma en los orígenes de la televisión, cuando la gente veía las noticias (que hoy nos parecerían terriblemente aburridas) como si leyera un periódico, y presenciaba un programa de entretenimiento como si asistiera a una función de teatro.

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Hoy, el control remoto sustituyó el concepto de la función por el de la navegación (itinerario aleatorio entre estímulos diversos) y prevalece la absurda idea de que “estar informado no cuesta nada”, todo lo cual significa que los noticieros han entrado a competir entre ellos para ver cuál es el que más y mejor nos estimula.

Hay un doble discurso en el trasfondo de todo esto. Por un lado, la televisión se entrega con entusiasmo creciente y de manera cada vez más científica, a la tarea de estimular a los televidentes y producir efectos en sus vidas. Por otro lado, nadie parece dispuesto a responsabilizarse por esos efectos. Y esto es así incluso cuando son efectos que van en contra del interés público. Si las cosas se ponen difíciles, la televisión siempre podrá acogerse a la literalidad de los mensajes.

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 Un canal podrá alegar por ejemplo que en ningún momento le dijo al televidente que tenía que retirar sus ahorros de un banco. Sin embargo, ha habido gente que ha hecho exactamente eso, retirar sus ahorros de ciertos bancos después de haber visto las noticias en televisión. Es decir, estimulado por mensajes televisivos.

¿Quién protege al televidente de los estímulos nocivos? El panorama es tan desolador en el país que, al parecer, solo contamos con nuestro propio esfuerzo de atención. Lo único que nos defiende es nuestra posibilidad de ejercer la crítica desde el dormitorio o de convertir nuestra sala de estar en sala de debates.