El conocimiento sobre el mecanismo de este símbolo guayaquileño es cuestión familiar.

Dos taburetes, una maleta llena de pilas, pulseras  y herramientas junto a un cartel con la leyenda: ‘Relojería, se ponen pilas para relojes y calculadoras’. Estas opciones se encuentran en la esquina de las calles Sucre y Pichincha, donde funciona el puesto de trabajo de Manuel Terranova.

Con sus 48 años, este hombre sabe muy bien lo que significa el pasar del tiempo. Cada mañana, sube los 30 metros de la Torre Morisca (malecón Simón Bolívar y Diez de Agosto), lo aceita, da brillo y cuerda al reloj, con el fin de asegurar su funcionamiento. Él maneja sus días con precisión. A las  06h00 suena el timbre de su despertador y a las 07h15 en la cumbre del reloj público ya está cuidando el despertar de la ciudad.

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Desde su inauguración, en 1931, “el reloj nunca paro”, explica, ni siquiera en el tiempo de la regeneración del Malecón o de la modificación de su ornamentación interior y exterior en 1937.

Además, es muy importante la precisión del reloj, puesto que “su arquitectura morisca, herencia de las procedencias españolas y árabes de sus creadores, el Ing. Francisco Ramón y el Arq. Joaquín Pérez Nin, llama mucho la atención”, relata Antonieta Tagle, encargada de proporcionar información a los visitantes.

No obstante, más que un sitio turístico, la torre del reloj es un lugar de memoria. Sus secretos, los cuenta Manuel Terranova con una voz poderosa, interrumpiéndose solamente para abrir su maleta y colocarse los lentes con el fin de atender a sus clientes.

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Engranajes, horario, minutero, hasta el más pequeño tornillo siempre han formado parte del universo de Manuel Terranova. Desde los 12 años solía subir con su padre Alberto hasta la cumbre de la torre, perpetuando así lo que su abuelo Manuel Eliseo Terranova Torres, hoy fallecido,  también hizo con su hijo.

Alberto Terranova habla despacio, sus 80 años se llevaron las prisas. Opina que el trabajo de su hijo Manuel está muy bien por cuanto heredó su ejemplo, ingenio y dedicación para cuidar y conservar el reloj público, para que este funcione correctamente durante todo el año.

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Atrás quedaron sus casi 40 años trabajando con este símbolo de Guayaquil. Papá Alberto, como lo conocen en el barrio de la 34 y Venezuela donde también vive su hijo Manuel, dice que juntos dormían dentro de la torre del reloj cuando este se averiaba. “Estuve hasta cuando me jubilé”, recuerda.  Dejó el trabajo porque sus rodillas ya no respondían para subir los 120 escalones.

Pasado el tiempo, la sabiduría se transmite a la siguiente generación. Así, el futuro del reloj podría estar en las manos de Manuel, el hijo de 24 años  del vigilante de las horas de este emblema de la ciudad.