Existen miles de flores en el campo pero conocemos unas pocas. Vuelan centenares de mariposas, lienzos en miniatura cargados de insólitos colores, luz aluminizada, diseños que sobrecogen, mas no nos detenemos para contemplarlas cuando estremecen sus alas al domesticar el cáliz de una flor. Hay niños de pocos años dueños de ojos donde quedaron estampados recuerdos del cielo. Traen sin cesar en sus miradas las últimas noticias de Dios, mas no aprovechamos el privilegio que nos brindan de poder entrar en contacto con el mundo divino de la inocencia. Hay perros que concentran entre sus orejas inquietas, sus pupilas atentas, una capacidad de entrega que nosotros hemos perdido, una fidelidad capaz de llevarlos hasta la misma muerte... ¿pero quién tomaría en serio la lección secreta de un can callejero?

Se amontonan en anaqueles libros esenciales llenos de sabiduría, rebosantes de cordura, pero huimos por la trampa abierta de la pantalla chica. Una leve presión en el control remoto nos permite ir y venir sin llegar a ningún lado. Hemos olvidado el lento placer de mojar un dedo para dar vuelta a la página del libro impregnándonos de su esencia.

El sol se pone cada noche de un modo diferente. A veces, el espectáculo luce apoteósico, pero damos la vuelta al retrovisor del auto para huir del resplandor o contemplamos sin ilusión las obras de arte que se obstina el cielo en ofrecernos con derroches de nubes.

El silencio permite encuentros con un mundo virgen, disponible, sin ninguna clase de perturbaciones. Los amantes ya no saben quedarse quietos, bebiéndose los ojos sin proferir palabras. Han olvidado que el amor, con suma frecuencia, solo se decide a salir cuando ningún verbo logra expresar lo indecible; cuando el poema no puede trasladar al mundo real sueños ligeros como el mismo aire.

En los pueblos de Europa, últimamente, las iglesias solo abren sus puertas a la hora de misa. El aumento de la delincuencia impide que los seguidores de Jesús acudan a sus hermosos oasis de paz y quietud. En las grandes catedrales, los turistas cuadran a Dios a través del ojo de una cámara fotográfica. Perdemos el tiempo mirando hacia afuera en vez de visitar nuestro propio templo donde la verdad nos espera.

Tampoco sabemos escuchar. El teléfono se volvió máquina de moler sandeces. Por culpa de la televisión, la familia no cena junta, no reza junta, no conversa más. La hora de la telenovela es más importante que los problemas del hijo descarriado, la adolescente solitaria, la angustia del padre, las frustraciones de la madre. Perdemos nuestro tiempo individualmente sin mirar siquiera lo que hay en nuestro plato. Cada cual vive metido en una burbuja.

La vida de los demás, tan rica en anécdotas, absorbe nuestro interés. Entre chismes, calumnias, escándalos sociales, baratijas de cocteles, olvidamos consultar nuestra propia conciencia, analizar nuestras fallas, pequeñas cobardías, frustraciones disfrazadas, envidias solapadas. El divorcio de una mujer encopetada levantará siempre más interés que la muerte de toda una familia en un incendio suburbano.

Por eso es bueno saber que existen personas que dan su tiempo en vez de desperdiciarlo.
En dispensarios, hospitales, clínicas, escuelas, fundaciones de todo tipo, las llamadas “voluntarias” juntan sus esfuerzos, derrochan amor, siguen al pie de la letra los preceptos de su fe religiosa; de su personal humanismo. Otros soñadores escalan montañas, rompen barreras, tumban fronteras; buscan con su labor de hormiga el nacimiento de un mundo mejor. Deberíamos preguntarnos cada noche si hemos realizado durante el día algo que realmente valió la pena o si fue, otra vez, un día perdido.