Tres bomberas voluntarias hablan de sus experiencias y de su gusto por este riesgoso oficio.

La tarde del 24 de julio pasado, María Mercedes Rumbea  Campozano fue una de las primeras que llegó al incendio de una casa mixta en Manabí y Cacique Álvarez, que finalmente provocó que se cayera un pared y resultaran bomberos heridos.

Ella, como bombera voluntaria, siempre anda con la radio prendida y a pesar de que iba con sus padres e hijo en su vehículo, no dudó en ir inmediatamente al lugar. Mientras dejó a su familia en el carro aparcado a unas cuadras, en medio del tumulto y de la sorpresa de los curiosos, se puso encima su traje de campaña, que siempre lleva consigo “y desaparecí”.

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Ella, que en sus  cinco años como bombera ha apagado ya muchos incendios, ha socorrido y rescatado personas, vivió ese día algo especial. “Mi hijo vio pasar a los heridos, ambulancias, a todo el mundo, y como no me veía empezó a llorar, y eso realmente me puso más nerviosa que cualquier incendio”, refiere esta mujer de 37 años y 1,75 m de estatura, teniente del Benemérito Cuerpo de Bomberos de Guayaquil.

Otra bombera voluntaria, Paulette  Rodríguez Ycaza, de 25 años, recuerda que cuando entró a la institución tenía 17 años y que su madre la iba a dejar y a recoger después de las guardias, que son desde las 22h00 hasta las 05h00. “Me imagino que mis compañeros bomberos me veían como una niña bien a la que ya se le pasaría el cuarto de hora de ser bombera”, comenta entre risas. Sin embargo,  a fuerza de duros entrenamientos y demostrar su capacidad y temple  justo “donde queman las papas”, como dice ella, hoy tiene el rango de capitana e incluso ha llegado a ser comandante de unidades.

Paulette y María Mercedes crecieron en familia de bomberos, de ahí su decisión por entrar a ese mundo de riesgos, al que respetan, claro, “pero una vez que estás con el pitón en mano, aunque estés en medio del peligro, sabes que no lo puedes soltar, es un momento de adrenalina pura” dice, entusiasmada, Paulette, licenciada en Publicidad.

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Érika Poveda Alvarado, otra voluntaria, de 24 años, que entró en el 2001 al Cuerpo de Bomberos y es suboficial, no viene de familia de bomberos pero desde pequeña le atrajo ese halo de heroísmo que rodea al oficio. “Siempre quise ser bombera pero era visto como un oficio de hombres, hasta que se dio la oportunidad de trabajar aquí mismo en el departamento de comunicaciones y pasé a ser voluntaria”.

Ellas, como las 40 voluntarias que tiene el Cuerpo de Bomberos de la ciudad, pertenecen a varias divisiones: rescate, ambulancia y materiales peligrosos; pero, casi a coro aclaran: “Sobre todo, somos apagafuego”.

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Si bien sus compañeros bomberos a estas alturas ya han superado prejuicios y las tratan de igual a igual, no sucede siempre lo mismo afuera. “Mamita, ven apágame mi fuego”, es uno de los piropos recurrentes que reciben cuando llegan a algún incendio, comenta Érika. “Eso es mujer y no lo que tengo en mi casa”, cuenta Paulette que le dijeron en alguna ocasión, mientras a María Mercedes, por su estatura, suelen tratarla de “amigo”, hasta que le escuchan la voz o se quita el casco.

Aunque otras como amas de casa o por sus profesiones tienen otras ocupaciones, coinciden en que les gustaría ser bomberas las 24 horas del día. “Qué frustrante que es cuando no puedes estar en un incendio”, dice Érika a quien, al igual que sus compañeras, le ha tocado dejar fiestas y reuniones familiares por ir a alguna emergencia.

“Es que andamos siempre con la radio prendida; cuando hay un incendio y sé que las unidades tienen que pasar por la ruta de mi casa, me visto y los haga parar en media calle para que me lleven”, cuenta María Mercedes.

“Yo he cogido hasta  taxis para llegar a algún incendio. Una vez, mientras me equipaba dentro del taxi, el taxista asombrado no dejaba de hacerme preguntas y cuando llegamos me dio la bendición”, refiere Paulette. En tanto, Érika dice estar “endeudadísima” porque se compró un carro para poder llegar a los incendios. “Es que ser bombera es una pasión”, insiste Paulette.

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