En el rincón más pobre del país la deserción escolar es una realidad cotidiana. Aquí no se piensa sino en cómo sobrevivir cada día. Los padres emigraron, las madres necesitan ayuda en el campo y los niños no pueden darse el lujo de estudiar.

La decisión de elegir entre la alimentación de la familia o la educación de los niños, pesa sobre los padres de las comunidades indígenas de Chimborazo, sobre todo en la época de matrículas del régimen escolar de la Sierra.

Esta provincia de 403.632 habitantes registra el mayor índice de pobreza en el país, según un estudio de las Naciones Unidas elaborado el año pasado.

Publicidad

El nivel de educación de su gente es uno de los índices por los que Chimborazo ocupa el último lugar en desarrollo humano, indica este informe, cuyos resultados se pueden palpar en los fríos páramos del sector rural.

La semana pasada, Apolima Jacoba se retorcía con dolores abdominales entre las cobijas en su humilde vivienda, situada en la comunidad Chauza Totorillas del cantón Guamote. A su malestar se sumaba la angustia de la falta de recursos para la alimentación de sus tres hijos.

Adrián, el último de sus niños, lloraba y pedía comida, cuando eran las 12h00 y en la cocina yacían un par de ollas vacías sobre la mesa. Apolima no pudo matricular a sus hijos en la escuela, ni siquiera lo consideró porque hubiera tenido que pagar un dólar por cada uno.

Publicidad

“Ni diez centavos se pueden tener, peor un dólar para la matrícula”, dijo María Malán, de 70 años, quien se encarga del cuidado de sus nietos, Juan de 4 años, Antonio de 10, María de 12 y Manuel Sayago Gaui de 16, tras la muerte de los padres de estos. Ninguno asiste a la escuela.

Esta familia vive en la comunidad indígena Paccha en Alausí, cantón que registra, según el último censo, el 98,7% de pobreza extrema.

Publicidad

En Chimborazo, por donde se mire se encuentran las mismas historias de miseria, y las cifras lo comprueban: en el cantón Guamote, el 94,1% de la población es pobre; en Colta el 93,6% y en Pallatanga el 90,7%.

Como aquí no tener dinero es tan cotidiano, a nadie sorprende que los niños se queden sin estudiar, dice la maestra Rocío Bayas, de la escuela Tomás Oleas en Colta. En este plantel estudiaron 80 niños en el ciclo lectivo anterior, pero hasta el martes de la semana pasada, cuando se cerró el periodo de matrículas, apenas se habían registrado 21.

“Esperamos que vengan el primer día de clases”, dice Bayas y agrega que quienes consiguen el dinero matriculan a sus hijos después del día de Difuntos, incluso pasada la Navidad.

A falta de presupuesto gubernamental para material didáctico, la maestra solicita cinco dólares por alumno para financiarlo. “Cuando se ve que no pueden pagar se les rebaja”, asegura Bayas.

Publicidad

La profesora dice que muchos niños cargan con la responsabilidad de suplir en la labor agrícola a sus padres, pues gran parte de los hombres emigraron en busca de trabajo a las ciudades o al exterior y las mujeres no pueden cultivar el campo solas.

Paulo Condo, de 11 años, tiene las manos llenas de grietas, huella de la dureza del trabajo que realizaba en el campo tras la emigración de su padre a Estados Unidos. Paulo ayuda a su madre, Mercedes León, en las tareas agrícolas y el pastoreo de ganado.

Mercedes consiguió “con sacrificio”, los 15 dólares que requería para la matrícula de su hijo en la escuela Juan Bernardo de León. “Ahora no sé de dónde sacar para matricular a mi hija Mishel, de 5 años”, dijo. “Mi esposo era bueno, pero cuando se fue se olvidó de nosotros”, lamentó.

La deserción masiva preocupa a los profesores, quienes se ven en riesgo de perder sus partidas docentes por la falta de alumnos.

Rea Carrillo, madre de familia, indicó que por temor a que se cierren los planteles, a veces los profesores los amenazan con suspender el servicio de agua, electricidad o incluso multarlos si no matriculan a los niños.

Pero eso no ha funcionado. En el último año lectivo el centro educativo Abdón Calderón Muñoz, ubicado en San Bartolo Bajo de Colta, fue cerrado por la falta de alumnos. “Hubo un caso de una escuela que se quedó con solo siete alumnos, y otra con cuatro”, dijo Eduardo Ilbay, director de la Dirección de Educación Intercultural Bilingüe, encargado de la coordinación de 318 centros educativos indígenas en la provincia.

Ilbay afirma que este año el funcionamiento de seis escuelas, tres en Riobamba y tres en Colta, dependerá del número de niños que sean matriculados. Reveló además que en el último período escolar, 1.371 niños en la provincia abandonaron los estudios, la mayoría por causas económicas, y que este año las matrículas ya registran 115 alumnos menos.

Este no es solo un problema rural. En las ciudades y centros poblados de la provincia, grupos de niños lustrabotas rondan las calles y otros se emplean como ayudantes en locales de comida. Parte de su pago lo destinan para ayudar a sus madres y algunos utilizan el dinero para estudiar.

Nelly Londo Duchilanga, de 12 años, trabaja de 08h00 a 17h00 de lunes a domingo en un local de venta de hornado en la Av. Unidad Nacional del cantón Colta. Con los dos dólares diarios que percibe por su jornada, quiere reunir dinero para volver a matricularse en el colegio.

En el parque Maldonado, en Riobamba, Eduardo Paltán de 10 años; Álex Lema Quitio de 7; y Geovanny Tenesaca de 10, lustran zapatos de 07h30 a 16h00. “No se saca mucho, se cobra 0.25 centavos por limpiada y en el día se hacen unas cuatro o cinco”, dice Geovanny, el mayor de seis hermanos. A estos niños solo los motiva saber que, después de cada jornada, acudirán a la escuela nocturna a estudiar para lograr a una vida distinta.