Sotanas negras, venganzas largas y terribles, abusos infantiles consentidos por la sociedad, personajes horrendos crecidos en la represión católica, sexo homosexual seco y culpable. En La mala educación, la película más negra de Pedro Almodóvar, su viaje hacia “lo peor de la naturaleza humana”, hay lazos íntimos con su creador, aunque eso no es nuevo en su obra, donde él siempre está presente de una u otra forma. Eso convierte el filme, que se presenta hoy en Guayaquil,  en una especie de diario fílmico, además de un melodrama con toques de cine negro. Aunque  lo primero que uno cree es que está ante un personal ajuste de cuentas con el pasado.

El contraste entre lo esperado (quizá algo más o menos jocoso) y lo recibido (una entrega sin el menor resquicio de humor) marcó una apertura histórica para el cine español en el reciente festival de Cannes, un acontecimiento que Almodóvar vivió como una gran estrella, elogiado por gran parte de la crítica y con un retrato suyo gigantesco colgado en la fachada del Ayuntamiento (parte de la fabulosa expansión de su fama en Francia). El único pero, que él atribuyó a la conmoción, es que el filme fue acogido con tibieza en el pase de prensa, entre unos aplausos más de respeto que de entusiasmo.

Quizá haya sido devorada por las altas expectativas, pero lo cierto es que La mala educación solo mantiene un nivel magistral en el aspecto formal, del que Almodóvar parece haber encontrado ya el absoluto dominio y, en él, su arrolladora personalidad. La expresividad de cada plano, en su iluminación, su dirección artística, su musicalidad y su composición sigue siendo un mérito indudablemente suyo, una inconfundible marca de su cosecha. Eso es, probablemente, lo que más nos pone en sintonía de que, pese a todo, La mala educación es cine con mayúsculas. Sin embargo, también una vez más, el cine de Almodóvar se resiente de una especie de clonación de los elementos a los que este director nos tiene acostumbrados. Lo más destacable es la participación de sus protagonistas, Gael García Bernal en sus diversas caracterizaciones y el perverso Cacho Giménez.

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La historia arranca en plena movida madrileña de los años 80: la represión ha dado paso a una explosión de libertad. Enrique es un joven director de cine y recibe la extraña visita de un actor que se presenta como Ignacio, aunque su nombre artístico es Ángel Andrade. Este le entrega un relato inspirado en la infancia de ambos, con intención de que Enrique lo convierta en película. Pero las similitudes y diferencias con su amor de infancia desconciertan al cineasta, quien, con curiosidad suicida, se adentra en su propio pasado. Descubrimos entonces que uno de estos dos niños, el que fue acosado sexualmente por un cura, se ha hecho travesti. El otro es un cineasta que se adentra en su propio pasado. En el filme hay fuertes escenas de sexo homosexual y una feroz crítica a la educación católica represiva, que el propio director confiesa haber padecido en un colegio de curas, en los años 60. Sobre el posible elemento biográfico, Almodóvar fue  explícito: “He vivido mucho en los dos grandes decorados de la película: en un colegio de curas en los años 60 y en el Madrid libre y exultante de los 80. La película me reproduce de modo esencial, pero no cuenta mi vida”. En cuanto a lo de anticlerical, “no hace ni falta” que la película lo fuera: “La Iglesia, por lo menos la española, se degrada a sí misma cada vez que sale en los periódicos, es el peor enemigo de sí misma”.