Sin duda Elsa de Mena no era una mujer simpática. Terca, obstinada, inflexible, era difícil sacarle una sonrisa de sus labios. Desconfiada. Tanto, que según cuentan no exhibía en su despacho una foto de sus nietos como corresponde a cualquier abuela orgullosa, tampoco le gustaba hablar a la prensa de su esposo o de sus hijos. O que la vieran como una supermujer: proverbial funcionaria, abnegada esposa, buena madre, abuela chocha. O le preguntaran cómo organiza su día. Su vida privada era un secreto. Tampoco se casaba con nadie, ni le gustaba ser una ficha o pieza en el ajedrez político.

Ni recibía regalos, ¡qué raro!; ni coimas, qué desagradable. Ella era una técnica conocida por su seriedad, honradez y espíritu de trabajo tan grande que se mantuvo durante tres gobiernos en sus seis años de trabajo continuo al frente del SRI. Tan grande que en un país conocido por una tributación cero, en donde se evadían impuestos con la facilidad que un alumno vago evade las tareas escolares, en donde algunas empresas pagaban a profesionales para que organizaran “legalmente” el fraude al fisco con las dobles cuentas, se atrevió temeraria a fundar una cultura tributaria y a exigir que todos, grandes y chicos, pero especialmente los grandes paguen impuestos. Aquellos grandes que no tienen ningún problema en pagarlos en países extranjeros, pero que se llenan de remilgos cuando tienen que hacerlo en el propio.

Una vez puestas las bases para la construcción de esa cultura se mantuvo firme hasta lograr durante su gestión que los tributos representen alrededor del 65% de los ingresos anuales del Estado. Cuando antes solo provocaban una carcajada.
De lástima, de pena. Y además logró con esa actitud suya tan necia, tan inflexible, tan de hierro que en los últimos años las recaudaciones ascendieran en el 184% y que viéramos algo parecido a una organización moralizadora en donde antes solo había caos y corrupción.

Claro que no todo era de rosas, indudablemente tenía muchas fallas, ciertos excesos y algunos atropellos en la práctica de la recaudación impositiva. Esos desbordes de algunos fedatarios, esa tramitología engorrosa y absurda, esa falta de agilidad. Pero eran errores de forma, no de fondo, susceptibles de ser corregidos. Errores por exceso de celo, por hacer mejor las cosas.

Cuando todos creíamos que la situación en materia tributaria se iba enderezando, de pronto amanecemos con la noticia de que ella había sido despedida por el Presidente y reemplazada por un miembro de su partido. Echada abruptamente, como se despide a un empleado ineficiente e incapaz. Su destitución está llena de desagradables hedores de componendas políticas y de intentos de evasión tributaria. ¿A qué oscuros intereses obedeció esta medida? ¿Es que acaso un puesto tan crítico para la salud malograda del país puede ser colocado como botín político en la mesa de negociaciones? ¿Qué pasará con las recaudaciones y sobre todo con la investigación que ella impulsaba con algunos grupos económicos poderosos del país? ¿Es que acaso entidades técnicas tan delicadas para los intereses de las mayorías como el SRI y la AGD pueden ser puestos clave del ajedrez político? ¿Dónde irá nuestro dinero? ¿Generará la confianza suficiente el flamante director, sabiendo que se debe a un partido desgastado que precisa de alianzas y componendas? El Presidente no ha explicado estas últimas acciones. El mandatario no es un dictador, debe rendir cuenta ante los ciudadanos.

Mientras tanto una no deja de preguntarse, ¿por qué en lugar de perseguir a los corruptos como fue su promesa de campaña, se castiga a quienes luchan contra la corrupción?