Hay mucha gente alegre en las parábolas del evangelio de la misa de hoy.

En primer lugar está el señor que encuentra su ovejita descarriada. Se pone muy contento al encontrarla, cuando la lleva en hombros de regreso a su casa, y cuando avisa a sus amigos para que le feliciten por haberla encontrado.

Luego, está la señora de las diez monedas. La que enciende una luz y barre el suelo de su casa buscando una moneda extraviada. La que mira con cuidado todos los rincones hasta dar con la moneda. La que llama a sus amigas y vecinas para darles la noticia del hallazgo.

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Después, está el papá que recupera, pasado mucho tiempo, al hijo que se fue tras las rameras y terminó en los chanchos. Y el hijo, claro está; que recibió millón de besos de su padre cuando olía todavía a chancho, y que gozó con un vestido nuevo, con un anillo caro, con un calzado regio, con una fiesta alegre y con la compañía de su antigua servidumbre.

En esta fiesta preparada al bote pronto, fueron muchos los que se alegraron: los que vistieron al hijo, los que mataron y guisaron y sirvieron el ternero, los que integraron el coro, los que formaron la orquesta y los que no pararon de bailar.
Todos, según el evangelio, la pasaron muy bien.

Solo la pasó muy mal el otro hermano. Este, “cuando al volver del campo se acercaba a casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Este le contestó: “Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado porque lo ha recobrado con salud”. Él se indignó y se negaba a entrar”.

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¡Cómo se pondría de rabioso el hijo intransigente que tuvo que salir el padre para persuadirle de que entrara! Y ¡qué paciencia la de su progenitor se vio acusado por el hijo de haber sido mal padre! “Mira –le dijo el insolente muerto de las iras-: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado ni un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”.

Mas, el padre no perdió la calma: “Hijo –le explicó con gran dulzura– tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido, y lo hemos encontrado”.

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No sabemos si el soberbio entró en razones. Yo quiero pensar que sí. Porque no me cabe en la cabeza que, teniendo tan buen padre, no acabara festejando como todos. Quizás, en un primer momento, se le vería con cara de molusco. Pero después, al ritmo del buen vino y de los bailes, también terminaría sonriendo.

En todo caso, la mucha gente alegre que hoy menciona el evangelio nos habla a usted y a mí. Nos dice que podemos y debemos regresar a Dios. Porque cuando lo hacemos, organizamos en el cielo una gran fiesta (Cfr. Lucas, 15, 1-32).