La tardía revelación de Seúl tan solo crea dificultades para convencer a Corea del Norte de que ponga fin a su programa de armamento nuclear.

The Boston Globe publicó lo siguiente en su editorial del 8 de septiembre:
Al buscar formas de explicar el enriquecimiento de uranio efectuado hace cuatro años en el instituto surcoreano de investigación atómica –acción que fue clandestina hasta que se la admitió el mes pasado ante la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA)– el director del instituto, Dr. Chang In Soon, culpó enteramente del experimento que violó el tratado a "la burda curiosidad de sus científicos investigadores".

El hecho de que el Dr. Chang responsabilice a los científicos afecta su credibilidad, debido a que los investigadores a quienes él buscaba culpar eran científicos gubernamentales que trabajaban en un instituto del gobierno.

La tardía revelación de Seúl tan solo crea dificultades para convencer a Corea del Norte de que ponga fin a su programa de armamento nuclear.

Además, no les hace ningún bien a funcionarios surcoreanos insistir en que Seúl no cuenta con un programa para desarrollar armas nucleares. Esa es una táctica dirigida a desviar la atención.

Los vecinos asiáticos de Corea del Sur comprenden lo que significa el costoso enriquecimiento láser de uranio: no la existencia de un programa activo para fabricar armas nucleares, pero sí la capacidad demostrada para producir material fisionable con aplicaciones en armamento nuclear, en caso de que algún día un gobierno surcoreano decida convertirse en una potencia nuclear.

Como él mismo concede, Chang estaba enterado de que cuando dio su aprobación para el experimento de enriquecimiento, eso constituía una violación de tratados que Corea del Sur había firmado.

Es irrelevante que la cantidad de uranio enriquecido que sus investigadores obtuvieron pudiera haber sido, en las palabras de Chang, “inferior a una semilla de ajonjolí”.

Los vecinos de Corea del Sur tienen todo el derecho a preocuparse con respecto al espectro evocado por la confesión de Seúl: la posibilidad de que la delicada estructura de estabilidad en el noreste de Asia se venga abajo rápida y calamitosamente.

Ya es bastante preocupante que integrantes ideológicos de la línea dura en el gobierno del presidente Bush hayan desperdiciado cerca de cuatro años, negándose a responder de manera efectiva a la exigencia de Corea del Norte de establecer un acuerdo sobre el congelamiento y desarticulación de su programa de armas nucleares. Hasta la fecha, el principal efecto regional de la obtusa negativa del presidente Bush para cerrar un trato con Pyongyang ha sido el de inyectarle una discordia nada saludable a los vínculos de Washington con sus principales aliados en Asia, Japón y Corea del Sur, así como elevar el estatus de China como la potencia indispensable en la región.

Si Japón y China creen que la península coreana está condenada a ser la sede de una potencia nuclear tarde o temprano –sea en Pyongyang, Seúl, o una nación coreana unida–, pudieran sentirse tentados a tomar sus propias precauciones.

Ya existen integrantes de la derecha política en Japón ávidos por entrar a la producción nuclear, y la máxima pesadilla de seguridad para Beijing sigue siendo un resurgimiento del nacionalismo japonés armado con aparatos nucleares.

Para aliviar estas ansiedades, Corea del Sur debe cooperar plenamente con la Agencia Internacional de Energía Atómica y permitir que los científicos que enriquecieron uranio sean entrevistados. Si Bush quiere hacer su parte para mantener la estabilidad asiática, abandonará su contraproducente estrategia de negarse a negociar las condiciones de un acuerdo para que Corea del Norte se deshaga de armas nucleares, mismas que podría vender a terroristas.

© The New York Times News Service.