Las elecciones de octubre próximo nos ponen a los ecuatorianos y ecuatorianas en una nueva disyuntiva:  reelegir a los actuales dignatarios, que en un 70% han decidido candidatizarse –algunos por más de una ocasión–, o  preferir nuevas caras y nuevas propuestas.

La democracia nos da así una nueva oportunidad para elegir bien y no equivocarnos, como ha sucedido en elecciones recientes de triste recordación.

La ventaja de los candidatos con “obras a la vista” es evidente, aunque una desventaja es haber utilizado ilegalmente las obras financiadas –salvo dos municipios, según Participación Ciudadana– con dineros públicos como propagandas personales, con letreros, cuñas, avisos y spots televisivos, en nombre de una institución garantizada por la Constitución: la rendición de cuentas.

Y de esta infracción no se ha salvado el Presidente, quien, con los colores de su partido, la SP, “informa al pueblo y ayuda a mejorar la autoestima nacional”, en tiempos de campaña electoral. La lógica política no entiende de preceptos legales, que a su tiempo las autoridades juraron respetar. “Si los demás partidos y movimientos cuando fueron gobierno hicieron lo mismo, por qué yo tengo que respetar las leyes”, pareciera ser la consigna.

En realidad se ha malentendido la rendición de cuentas –que es una figura jurídica, que necesita con urgencia una ley–. Rendir cuentas es informar, pero es mucho más que eso: transparentar las promesas con las realizaciones y los logros; contrastar lo planificado con lo ejecutado y los recursos utilizados; y, fundamentalmente, realizar una contraloría social, de doble vía, con el apoyo de la ciudadanía y los medios de comunicación, a través de la cual se fiscalicen las acciones e inversiones de los gobernantes, sin que medie una propaganda oficial. Hacer propaganda política con dineros públicos equivale a una perversión de la rendición de cuentas y una violación de leyes expresas. En este tráfago los nuevos candidatos, es decir, aquellos y aquellas que se han lanzado a la arena política, tienen que competir con esas “maquinarias” electorales, afirmadas en el marketing político, y explotar, en ocasiones, “puerta a puerta”, sus imágenes de periodistas-candidatos, de bailarinas-candidatas, de reinas de belleza-candidatas y de presentadores-candidatos, que han decidido hacer un “paréntesis” en sus actividades profesionales, para sacrificarse por la colectividad.

La democracia debería estar de pláceme, si todos los candidatos y candidatas, sin excepción, hubieran aprobado sus cursos de gerencia política y los programas de derecho constitucional, de administración y contratación pública, de geoeconomía y geopolítica y, naturalmente, las ciencias del desarrollo y la ética profesional, como requisitos previos para inscribirse en los tribunales electorales.

Pero, en realidad, los estadistas son muy pocos. Ante el desgaste y descrédito de la clase política tradicional, han aparecido nuevas figuras con perfiles heterodoxos que preocupan a los ciudadanos. Basta escuchar los lugares comunes, las promesas insustanciales, los discursos vacíos y los listados interminables de “obras”, para darnos cuenta de sus bajos niveles de cultura política.

La alternativa es entonces elegir otra vez a los mismos, o buscar nuevos liderazgos preparados y éticos, que entiendan el poder como una misión para servir y no para servirse de él. Porque los gobiernos locales necesitan una gerencia pública de calidad, con un auténtico sistema de rendición de cuentas.