Luis A. Martínez, Enrique Terán y Eduardo Solá Franco ahora están unidos porque algunos de sus cuadros forman parte de  ‘Umbrales’, la muestra que está abierta en el Museo Antropológico y Arte Contemporáneo (MAAC). Pero los tres tienen otra cosa en común: también fueron escritores de fuste y ejercieron otras actividades. El paralelismo de sus vidas los mantiene atados, a pesar de que ellas transcurrieron en tiempos disímiles y  marcadas por circunstancias diferentes. No hay aquí una cuestión de jerarquía: es, quizás, solo la coincidencia, la de haber hallado en una misma muestra -tan numerosa y  extensa- a tres escritores que pintaban. O a tres pintores que escribían.

Martínez: Un hombre de su tiempo

Luis Alfredo Martínez (Ambato, 1869-1909) fue pintor, novelista, andinista, agricultor, político, periodista.

Autor de varios libros sobre agricultura, escribió también Ascensión a la cima del Tunguarahua y Disparates y caricaturas, de humorismo costumbrista. En la revista Quito publicó narraciones con el seudónimo de Fray Colás. Sin embargo, su obra más representativa es A la Costa, “punto de partida de la novelística que con ideología de base popular, ya fuera del romanticismo poético y paternalista, vuelve los ojos a la realidad social”, a decir del escritor y crítico guatemalteco Mario Monteforte Toledo.

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Se casó con su prima Rosario Mera Iturralde, hija de Juan León Mera. Ya enfermo de polineuritis malaria (que contrajo cuando en la provincia del Guayas administraba el ingenio azucarero Valdez) dictó a su esposa la novela A la Costa, en la cual el personaje central, Salvador Ramírez, muere a consecuencia de ese mismo mal.

De extracción liberal,  ejerció la diputación entre 1898 y 1899. Fue ministro de Instrucción Pública durante el gobierno del general Leonidas Plaza y, como tal, fundó la Escuela de Bellas Artes, en Quito.

La pintura le atrajo desde joven y su amor por la naturaleza le condujo hacia al paisajismo. En el prólogo de uno de sus textos se cita: “No pertenezco a ninguna escuela, soy profundamente realista, y pinto la naturaleza como es y no como enseñan los convencionalismos. El paisaje no debe ser solo una obra de arte, sino un documento pictórico científico. Mi maestro es la naturaleza, pues todavía la estudio. Soy enemigo acérrimo del paisaje bibelot, de aquel género que es el socorro obligado de los que no tienen pizca de inspiración ni talento; género que como una avalancha inunda ahora Europa, y se ha trasladado al suelo de América, como todo lo malo: aumentado, desfigurado... y empeorado”.

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Visionario, se empeñó en la construcción de un ferrocarril hacia el Oriente, para lo cual realizó un viaje a Estados Unidos a fin de contratar los estudios para su proyecto y buscar ingenieros. Sin embargo, los azares tan propios de la política criolla hicieron fracasar su sueño de tener una línea férrea que llegara hasta el Curaray.

Hombretón de gran fuerza e indeclinables arrestos juveniles, a la torturante enfermedad que contrajo en la costa siguió el fallecimiento de su esposa, lo cual terminó por apabullarlo. En la semblanza que de Martínez hace Manuel J. Calle, anota: “Murió su bella e inteligente mujer (...) compañera en los infortunios de tantos años. Ese golpe le rindió. Entregó los niños que había tenido en su feliz matrimonio a los parientes de la difunta, y él se encerró en su quinta de las inmediaciones de la ciudad, y se puso a pintar y a morirse.

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“¡Qué hastío aquel! ¿Qué desesperación más profunda. Presa de extraña misantropía, ya definitivamente tísico, consumía sus días en abandono cruel; por toda servidumbre, una vieja cocinera; por todos compañeros, dos o tres perros y media docena de gatos; por todo amigo, un ruin caballejo sobre el cual comparecía de tarde en tarde en las calles de la ciudad, cuando a ella le empujaban inexcusables y urgentes necesidades. Y hosco, bravío, solitario, pintaba un poco, leía algo más, no escribía nada...”.

Así acabó su vida, apenas a los 40 años, este hombre de quien Ángel F. Rojas dijo: “En Martínez se confundieron su beligerancia política, su vocación artística y su espíritu de capitán de empresas. Sirvió en su tierra en campos diversos. (...) Salido de la clase media de una de nuestras ciudades de la Sierra, la fortuna fue con él caprichosa. Le impuso una dura lucha personal. Trabajó como agricultor.
Tuvo después que ir a la costa en busca de fortuna. Allí aprendió a conocerla y no como patrón de hacienda: trabajó en ella desde abajo. (...) En el intervalo, y hombre de su tiempo como era, no se limitó a luchar con la pluma a favor de la causa política del liberalismo: se enroló en las filas del movimiento revolucionario de Alfaro. Supo meterse bizarramente en la ‘hoguera bárbara’, de la cual su novela narraría posteriormente más de un episodio”.