Borrar de este país todo vestigio de soberanía parece que es lo que se propone el coronel para pasar a la historia.

Eso de ser el mejor aliado de los Estados Unidos va convirtiéndose, según transcurren los oscuros días de su gobierno, en la premisa mayor de su gestión.

La máxima es avalada por un canciller de verbo tan exuberante como inconsistente, dispuesto a permitir cualquier humillación con tal de conseguir que al Ecuador le dejen jugar en las grandes ligas aunque sea en condición de limo(s)nero, y por una ministra de coctel y pasarela, cimbreante y desparpajada, convencida de que los asuntos de Estado se resuelven alegremente en los cotilleos del jet-set.

“Aquí no se trata de soberanía sino de negocios”, es la frase pronunciada por algún personaje fatuo, ampuloso y lenguaraz que, siendo servidor de otro gobierno, ha marcado la impronta de este: la soberanía pasó a ser una palabra descartable, que puede ser sustituida al vaivén de los intereses económicos imperantes.

Ahí está el coronel que nos gobierna, tan bravo a la hora de lanzar amenazas contra quienes osan cuestionarlo, temblando junto a los áulicos que lo escoltan porque el abogado del Estado descubrió que una compañía petrolera hizo tabla rasa del contrato suscrito.

“¡Huy, Jesús, que no se vaya la Oxy, qué van a pensar ajuera!”, balbucean aquellos que, ante las reiteradas infracciones, deberían ejercer su autoridad para sancionarla como se merece, sin otro criterio que las leyes que se dictan en el país deben ser acatadas por todos, por poderosos que sean.

¿Soberanía? Ahora se prefiere venderla, alquilarla, escamotearla, para que tenga cabal cumplimiento la sentencia de que lo que importa son los negocios (que, además, tienen la virtud de engrosar las cuentas corrientes de los vivarachos que los aúpan). Al fin y al cabo, la soberanía no es más que una entelequia que puede ser dejada de lado para aceptar los embelecos bastardos de cualquier mercader prepotente y ricachón.

Quizás sea el momento de dar a leer a este coronel esa novela de García Márquez, en que la asmática y famélica mujer reclama a su esposo, el terco coronel, por su negativa a vender el gallo, herencia de su hijo asesinado.

– ¿Y entonces qué comeremos mañana?, le pregunta.

– ¡Mierda!, responde, altivo, el viejo coronel, dispuesto a dejarse morir antes que vivir con la pesada carga de la humillación.

Quizás –digo– sea el momento de dar a leer esa novela a este otro coronel y a sus secuaces, para ver si –tras su lento y penoso ejercicio por entenderla– logran vislumbrar que los hombres necesitan la dignidad como alimento y los pueblos la requieren para sustentar su fortaleza.